miércoles, 6 de agosto de 2014

Un homenaje a Yü*



Hubo una poeta llamada Yü Hsüan-Chi. Vivió en la China imperial, durante la dinastía Tang, en el siglo X después de Cristo, cuando las mujeres poetas eran incluso más raras que las mujeres barbudas. En ese entonces la formación intelectual era -salvo excepciones- un privilegio solo para varones, que a su vez iban construyendo su saber con vistas a enfrentar el desafío máximo: aplicar a los exámenes imperiales, una instancia de evaluación que, de ser aprobada, les permitía subir en el escalafón social.

Yü -la concubina de un hombre que tenía infinitas concubinas- sabía de este mundo ilustrado y lo miraba con la nariz contra el vidrio como aquellos chicos pobres que miran escaparates en las historias de Dickens. Y decidió darle a su deseo un cauce radical: un día Yü, con menos de veinte años, abandonó al concubino que la tenía atada desde los dieciséis, se hizo sacerdotisa taoísta y en el nombre de la religión empezó a viajar por todo China, a tener tantos amantes como quiso y a escribir poesía en voz activa: un avance notable -las pocas mujeres que se atrevían a la poesía lo hacían en voz pasiva- que la transformó en la primera poetisa china feminista.

Me enteré de esta historia luego de leer "Tener lo que se tiene" -las obras completas de la poeta argentina Diana Bellessi, que en una página aluden a Yü- y de dar algunas vueltas por Google. Pero lo cierto es que de Yü se sabe casi nada: solo sobrevivieron cuarenta y nueve poemas, y hay apenas tres autores occidentales, todos estadounidenses, interesados en una reconstrucción biográfica. Poca cosa, en síntesis, para una mujer que mil años atrás alimentó una voz lacerante y salvaje, y que con ella se enfrentó a una época que no admitía -tal vez ninguna época lo haga del todo- mujeres fuertes. Durante una visita al templo taoísta de Ch'ung Chen, por ejemplo, de cara a una lista con los nombres de los candidatos triunfadores -todos varones- en los exámenes imperiales, Yü escribió lo siguiente: "Picos coronados de nubes llenan los ojos / en la luz de primavera. / Sus nombres están escritos en hermosos caracteres / y colocados por orden de mérito. / Levanto mi cabeza y los leo / con envidia impotente. / Cómo odio este vestido de seda / que oculta a un poeta".

Adoré este poema, sobre todo los cuatro últimos versos, apenas lo leí. La imagen de la seda ya no como un género lustroso sino como un chaleco de fuerza pareció atravesarlo todo -principalmente los siglos- y llegar al presente como esas mareas que traen los restos de un naufragio y que con apenas un reflujo logran conectar dos tiempos remotos. Sentí, a la vez, compasión y admiración por Yü. Y sentí también gratitud porque si es cierto que, como dice el proverbio chino, el aleteo de una mariposa puede sentirse al otro lado del mundo, acaso pueda ser cierto que la vida de Yü, una mujer oriental que dejó tras de sí un silencio beligerante y poético, haya provocado estertores en el universo femenino actual. Somos lo que somos, y tenemos las conquistas que tenemos, gracias también a figuras como ella: mujeres inflamadas de furia, ardor y belleza, injustamente perdidas en algún recodo oscuro de la Historia mayúscula, y decididas a perderlo todo como condición para salvar lo que les quede de vida.

"La felicidad de una es la felicidad de todas", me dice una amiga cuando le doy una buena noticia, y tal vez sea por eso que el devenir de Yü se vuelve tan íntimo y elemental: la desgracia de una es, también, la desgracia de todas. En el caso de Yü, fue ejecutada a los veintiséis años por adúltera. Y es por eso que, aunque pasaron más de diez siglos, quiero dedicarle estas líneas, con la esperanza de que viajen al pasado y la acompañen.


* Publicado en la revista Ya, del diario chileno El Mercurio.

jueves, 31 de julio de 2014

MONSTRUOS*

Cuando era chica —entre los cinco y los siete años— viví con un monstruo. Se llamaba Guillermo y era pareja de mi madre. Tenía bigotes y ojos muy azules. Era contador. Era pintón. Pero ninguno de estos datos importa en ésta, una historia de monstruos.
Conocí a Guillermo en 1980. Mi madre se había puesto en pareja con él porque estaba sola. Tenía veintipocos años y su desamparo de entonces era un estado del alma que todavía hoy, más de treinta años después, me sigue conmoviendo. Es decir que entiendo a la joven que era mi madre. Entenderla a ella es, de algún modo, entender el barro del que estamos hechas las mujeres.
Lo cierto es que no sé cómo pasó todo. El resumen es que en algún momento terminamos viviendo los tres juntos —mi madre, el monstruo, yo— y que en algún otro momento posterior empezó el espanto. De aquellos días sólo tengo recuerdos aislados: Guillermo enfureciendo porque no lo llamaba «papá» (yo ya tenía un padre, sólo que vivía en el exilio); Guillermo enfureciendo cuando no guardaba mis juguetes (y entonces rompía los que estaban «fuera de lugar»); Guillermo dando puñetazos contra las paredes (una vez rompió de un golpe un interruptor de luz); y Guillermo intentando reparar sus daños con insólitos accesos de benevolencia. Una vez volvió de la calle con patines nuevos; otra con una bicicleta; otra con decenas de sobres de figuritas (oh, ese momento: el monstruo las sacaba de las mangas, los bolsillos, las medias; llovían figuritas sobre el suelo del living y yo asistía a esas dádivas enfermas con un recelo que todavía siento en las rodillas).
Guillermo nunca nos pegó a mí ni a mi madre, pero qué más da: hay demasiadas formas de hacer daño. Y mi madre, por suerte, en algún momento se hizo fuerte y reaccionó a esas formas y nos terminamos yendo de un infierno que, a pesar del paso del tiempo, cada tanto vuelve con las señas cambiadas —con otros nombres, con otros grados, con otras historias—, cuando las portadas de los diarios dan cuenta de un caso, siempre extremo, de violencia doméstica.
Es curioso. En el mundo una de cada tres mujeres padeció en algún momento este tipo de sometimiento, es decir que todas deberíamos tener, ya que no el propio, algún caso cercano. Pero las sociedades sólo se revisan a sí mismas cuando aparece una historia, sólo una, que encarna todos esos números de un modo noticioso.
Hemos tenido de eso en Argentina algunas semanas atrás. Sucedió cuando se hizo pública la historia de Corina Fernández: una mujer que, luego de años de golpizas y amenazas feroces, y luego de ochenta denuncias policiales que no habían sido atendidas, fue baleada por su ex marido en la puerta de la escuela a la que iban las hijas de ambos, dando lugar a lo que la justicia luego llamaría «un caso paradigmático de violencia de género». El episodio, que sucedió en el 2010, llegó a la prensa en estos días porque el agresor, Javier Weber, fue condenado a veintiún años de prisión por el intento de homicidio y porque Corina Fernández se animó a contar al diario Clarín los detalles revulsivos de su calvario.
Desde entonces la «violencia de género» tiene, como tiene cada tanto y en todos los países del mundo, su momento de gloria: dos diputadas y una asociación de abogados pidieron que se declare la «emergencia nacional» por este tema; el Poder Judicial admitió estar desbordado por las denuncias; y los medios se dedicaron a hacer visible, al menos por unos días, los casos de mujeres vejadas, acompañándolos por una cifra alarmante: cada 30 horas una argentina muere en manos de su pareja; un número que encima deja afuera la infinidad de casos que no terminan en muerte o que —como aquel mío— están fundados en la violencia «moderada», los insultos y los «pequeños» desprecios cotidianos.

Y es tal vez ahí, en la grisura peligrosa de los días normales —y no sólo en los titulares de los diarios—, donde anida esa clase de silencio que termina en pregunta: si estas cosas pasan tanto, ¿por qué no las vemos? ¿Dónde están nuestros ojos cuando todo esto ocurre? Una respuesta posible la dio el mismo Javier Weber. Cuando las cámaras mostraron su rostro durante el juicio, lo que se vio fue un hombre de gestos educados y cabello entrecano que, con su sola presencia, dejaba en relieve el dato quizás más inquietante: que los monstruos no se notan. Que los monstruos siempre parecen otra cosa. Pero que esos disfraces, además de una trampa, son también una marca de fragilidad: alcanza con descubrirlos —nombrarlos— para que los monstruos se queden solos, mordiéndose su propia cola, muertos de incertidumbre pero también de vergüenza.

* Año 2013. Publicado en la revista Ya del diario chileno El Mercurio.

martes, 15 de julio de 2014

El hombre de piedra*


Buenos Aires. Escuché hablar de Francisco Salamone durante una cena. Fue este año. Estaba en la casa de mi amigo Osvaldo Bazán y a propósito de nada —o de algo que ni recuerdo— Osvaldo se levantó de la mesa y fue a su escritorio.
—Tenés que hacer algo con esto —dijo.
Me acerqué. En la pantalla de la computadora había una serie de fotos de la pampa gringa —cielo límpido, árboles recios— coronadas en el centro, en cada caso, por un titánico edificio de cemento.
—¿Conocés a Francisco Salamone? —preguntó.
En general yo nunca conozco nada. Me senté a mirar. En la pantalla Osvaldo hacía pasar decenas de imágenes de cementerios, municipios, cruces, Cristos y mataderos que, lejos de remitir al folclore campero, parecían hechos bajo el signo alucinado y final de Ciudad Gótica. Eran, además, muchos edificios. Muchísimos. En la década de 1930 y en sólo cuatro años —me enteraría después— Francisco Salamone, ingeniero y arquitecto, había hecho setenta y seis obras públicas de porte monumentalista que estaban alzadas ya no en la Capital porteña —el coto mayor donde los inspirados intentan pasar al frente— sino en una infinidad de pueblos que, setenta años atrás, eran una minúscula semilla de progreso.
—Salamone estaba loco —siguió Osvaldo—. Vos fijate —señaló un matadero—: eran moles gigantes, fascistas, propias de la época, armadas y olvidadas en el medio de la nada. Yo vi algunas. Si vas te morís.
Días después, buscando información sobre Francisco Salamone, sabría que su nombre ya había estado taladrando de manera aislada las cabezas de algunas personas que, como Osvaldo y como yo, habían quedado boquiabiertas al ver los edificios de ese hombre. Adrián Caetano había hecho un documental, La piedra líquida, sobre la obra salamónica. Mariano Llinás había usado las construcciones como forma y fondo de sus Historias Extraordinarias. Pino Solanas había puesto un Cristo salamónico en una de las escenas más apocalípticas de El Viaje. Y, sobre todo, había toda una logia de fanáticos que se reunían anualmente en «jornadas salamónicas», que tenían un foro de discusión en Facebook y que veían en Salamone tanto un emblema de la obra pública argentina como una de las grandes injusticias de la historia nacional: sus obras, emplazadas en llanuras que las escupían al cielo, estaban tapadas por un silencio más alto y más duro que cualquier otra cosa.
En un café, Alejandro Machado, autor de un blog sobre Salamone y uno de los mayores conocedores de su obra, explicaría ese olvido de este modo:
—Al tipo lo ignoraron porque trabajó con los conservadores. Hay que entender que era la época: en ese entonces los gobiernos querían edificaciones monumentales para marcar la presencia del Estado incluso en los lugares periféricos. Pero la etiqueta de «arquitectura fascista» que suele ponerse a los proyectos de Salamone no es cierta: el tipo no hizo más que interpretar las corrientes estéticas en boga en el mundo entero. Para algunos es gótico, para otros es cubismo checo, para otros es futurismo populista bonaerense y hasta hay un arquitecto llamado Alberto Belucci que escribió que Salamone se anticipa al estilo iconográfico de Las Vegas y Disneylandia… O sea. Yo creo que lo suyo es simplemente «salamónico», un estilo único en el mundo.
La posibilidad de que haya algo —un movimiento, una mirada— que se llame «salamónico», de que ese «algo» pueda tener que ver con Disneylandia y de que ese mundo insólito encima esté emplazado en una pampa plácida y virtualmente vacía, me pareció encantadora. Fue así que decidí viajar al sur de la provincia con el único objetivo de ver esos edificios y de confirmar lo que hasta entonces era sólo una sospecha: que, décadas atrás, Salamone había dejado un puñado de pueblos chicos sumidos en una convivencia onírica y absurda con las obras grandes.
Una vez definida la hipótesis, sólo faltaba el dinero: recorrer la provincia es caro. Hice, por lo tanto, lo que solemos hacer los periodistas en estos casos —y también en otros—: salí a mendigar. Llamé a un amigo, Marcelo López, que hoy hace prensa de la provincia de Buenos Aires. Y ese amigo habló con Ignacio Crotto, secretario de Turismo bonaerense, y me consiguió más de lo que estaba en mis planes: un auto y un chofer para andar cinco días por el interior. Las facilidades tenían su lógica. A principios de 2012, sabría después, el gobierno había inaugurado el primer tramo del llamado «circuito salamónico», esto es: un corredor por el sudoeste provincial puesto para admirar el universo de hormigón que Salamone había dejado suelto en la provincia.
Tuve, entonces, suerte. Y un amigo generoso. Dos factores que ayudaron a que ahora, ocho de la mañana de un martes, un hombre robusto y afable —enviado por el gobierno provincial— toque el timbre de mi casa y me invite a salir. Se llama Federico, es mi acompañante y todos le dicen «Chancho».
—¿Sos vegetariana? —pregunta cuando subo al auto.
Así comienza el viaje.

Gorch, Rauch. —Cuando me acordé de que pasábamos por Gorch me cambió el semblante. Ahí está el mejor sándwich de crudo y queso de toda la provincia —dice Federico y conduce. A los costados, por la ventanilla, la ciudad se va yendo de a poco y lo que va llegando es otra cosa: una eternidad de campos verdes; un mundo de vacas, postes, pastos, silos, sembradíos, árboles, tractores, cables y camiones —muchísimos camiones— que gira calladamente en torno de alguna ley que desconozco.
—Preparate: llegamos a Gorch.
Gorch está en el kilómetro 143 de la Ruta 3 y el emporio del sándwich es una YPF mínima que a la vez opera como bar del pueblo. Hacemos la compra, nos sentamos a comer y armamos el plan de viaje. Para eso, Federico despliega un mapa de la provincia que duplica el tamaño de la mesa. Buenos Aires es grande. Mide 307.571 kilómetros cuadrados —más que el Reino Unido y Portugal juntos— y esa superficie, según se ve en el mapa, es una trama venosa surcada por rutas, arroyos y caminos menores, y habitada —dice una nota al pie— por unas 14 millones de personas.
Esa gente no está acá. Ni estará más adelante. El 96 por ciento de la población vive en el Conurbano, mientras que el resto (564 mil personas) mantiene con su territorio un diálogo distinto: una alternancia que incluye la posibilidad del vacío. La pampa es, sobre todo, silenciosa y larga. Eso noto cuando dejamos el bar y, con un sándwich de jamón envuelto, volvemos a la ruta.
A esta clase de lugares llegó setenta años atrás Francisco Salamone. ¿Qué lo trajo? Una propuesta de trabajo de origen difuso, y una imparable sucesión de desarraigos. Salamone nació en Sicilia en 1897, llegó a Buenos Aires a los seis años, se mudó a Córdoba en la adolescencia, se recibió de ingeniero arquitecto a los veintitrés, se casó a los 31 y a los 38 fue expulsado de la Sociedad Central de Arquitectos por hacer en Córdoba una serie de obras públicas que aparentemente fueron un fracaso. Fue entonces que se mudó al interior bonaerense y que, no queda claro cómo, conoció a Manuel Fresco: un caudillo fascista, recientemente entronado como gobernador de Buenos Aires, que había decidido darle a la obra pública un valor operativo pero sobre todo simbólico. Fresco quería un Estado fuerte y decidió encarnarlo en construcciones, sí,  fuertes: municipios, cementerios y mataderos inmensos puestos para recordarle al pueblo dónde está la disciplina. Y cuánto pesa.
El encargado de estas obras —sin licitación prolija— fue Salamone. Primero empezó en Balcarce y luego siguió por Rauch: una localidad de 11.500 habitantes donde hay casas bajas, bicicletas, plazoletas con caballos y un cielo generoso que ahora se ve estaqueado por una punta brutal.
Hemos llegado.
A las obras de Salamone —esto se aprende pronto— no hay que buscarlas: aparecen solas. Basta con alzar la vista y ubicar la torre más alta de la comarca. El tamaño no es casual: en su momento, Fresco había ordenado que las torres estatales siempre fueran más altas que los campanarios religiosos. Y Salamone obedeció.
Vista de cerca, la municipalidad de Rauch parece una colosal ola de cemento que nunca termina de romper.
—¿Y ustedes quiénes son?
Una mujer delgada, joven y de modos pudorosos se acerca y nos dirige la palabra. Le explico quiénes somos. Ella tiende una mano: sus dedos finos.
—Soy María José Arano, secretaria de Obras y Servicios Públicos del municipio.
Arano no esperaba visitas, pero lo mismo nos invita al municipio y ofrece una recorrida por el mobiliario salamónico. El arquitecto, además de hacer las estructuras, diseñó en la provincia 282 muebles, 28 modelos de farolas y 40 modelos de bancos de plaza que parecen salidos de un capítulo de Star Trek. Algunos de los objetos pueden verse acá adentro: hay lámparas, sillas y unos sillones de formas muy raras que operan como bancas —doce— del Honorable Consejo Deliberante de Rauch.
—¿Y acá saben que está este patrimonio?
—No —Arano se encoje de hombros—. Hay cosas que hasta dan impresión. Cosas que decís «ay, por favor».
Arano vuelve a la puerta de entrada. Quedamos de cara a la plaza central —con faroles y bancos hechos por Salamone— y de espaldas a una placa dedicada a Federico Rauch: un militar que le da nombre al pueblo, que ganó fama por haber sabido asesinar indios sin pena, y que terminó muriendo bajo la ley del Talión. En 1829, un indio ranquel llamado Arbolito decidió vengar la sangre de su gente y decapitó a Rauch en Las Vizcacheras: una batalla que se libró, tan lejos y tan cerca, en esta misma plaza.
La civilización y la barbarie hacen su síntesis en el nombre y la historia de ciertos pueblos (Rauch, Dorrego, Laprida, Pringles) y también en la obra de Francisco Salamone. En Buenos Aires, en aquel bar, Alejandro Machado lo había explicado de esta forma:
—Salamone empezó a construir en 1936 y el último malón había sido en 1906, es decir que esas tierras habían sido conquistadas hacía relativamente poco tiempo. Para una mente pro fascista como la de Fresco, había que poner pronto un corro de civilización. Porque ahora hay mucha cosa de indigenismo y todos somos progres —Machado sonrió y se acomodó los lentes—. Pero te quiero ver si se te viene un malón encima. Te quiero ver.

Azul. Volvemos a la ruta. El interior es largo y es un poco botón: basta con dar algunas vueltas para ver cuántos famosos hacen plata poniendo la cara y el gesto en el afiche que mejor les pague. “DONDE ESTÁ NALDO SE COMPRA MEJOR. NALDO ELECTRODOMÉSTICOS” dice un cartel en la vía de acceso a Azul, y al lado Alejandro Fantino muestra el pulgar hacia arriba.
Esta es la bienvenida a la ciudad.
Azul tiene 56 mil habitantes, un Cristo salamónico en la entrada (detrás de la palabra «Azul») y una población entera que a esta hora, una de la tarde, circula en bicicleta por las calles tranquilas.
—En Azul se hace la Fiesta Nacional de la Vaca y la Fiesta Nacional del Aberdeen Angus —dice Federico—. No sé bien qué se hace, pero comés vaca como loco.
Federico es muy activo y curioso, y trabajó durante mucho tiempo en la organización de las fiestas regionales del interior bonaerense. Por eso sabe estas cosas. Además creo que tiene hambre. Una vez llegados al hotel —el Gran Hotel Azul— nos sentamos en la entrada a esperar al coordinador de Turismo, Andrés Arrazola, quien nos llevará a almorzar primero y a ver las obras salamónicas después.
Frente a nosotros, al otro lado de la calle, está la Plaza General San Martín. Ahí, se nota, metió su mano Salamone: hay lámparas de tono futurista y el suelo está hecho de baldosas blancas y negras distribuidas en zigzag, como si fueran bastones de ciego desplegados a medias. Voy a la plaza y me siento a esperar. Miro, por mirar algo, una estatua de San Martín. En eso estoy cuando aparece Andrés. Cruzo la calle. Andrés, sabré, es un hombre de candidez casi infantil que parece sonreír entre la barba aunque no siempre esté sonriendo. A él le encargaron administrar el Centro de Interpretación Salamónica de Azul: un espacio ubicado frente al cementerio y donde se difundirá la obra del arquitecto.
El centro es una moderna construcción que se inauguró el 20 de marzo de este año con la presencia de Ignacio Crotto —secretario de Turismo provincial—, de Alejandro Arlía —ministro de Infraestructura bonaerense— y de varios intendentes de la zona. Lástima que duró poco.
—Ahora está cerrado por problemas de política interna —dice Andrés mientras abre la puerta del edificio. Acá hay sillas, un proyector, un mostrador, hay áreas de exhibición de fotografía y hay ese olor oscuro a cemento reciente que recorre el aire. Pero no hay gente. El centro es una oficina desierta y ubicada a pocos metros de lo más crispante de este día: el cementerio.
Hay que ver el portal del cementerio de Azul.
Hay que verlo.
Decir «mole» es poco. Decir «el horror» es poco. Decir «Apocalipsis ya» es poco. Decir «todos vamos a morir» es poco. Pero todo eso es lo que acomete —más un insulto— cuando se queda de cara a esta cosa. El portal resume como ninguna otra pieza lo irreversible del final: vamos a morir. ¡¡¡Vamos a morir!!! Es lo único que pienso cuando me enfrento a esto: en el medio de un pueblo de casas bajas, se alza un Ángel Exterminador —así lo llaman— de veintiún metros de altura, sosteniendo una espada con forma de cruz y rodeado de tres inmensas letras de cinco metros de alto que dicen, con mórbido pesar, RIP.
—Acá jugaba con mis amigos de chico —dice Andrés—. No sabía lo de Salamone. Nadie sabía. Al ángel éste no le dábamos ni cinco de bola. Pero ahora pienso: Salamone puede gustarte o no, pero fue un adelantado. Un futurista. Un contemporáneo con Bauhaus. Antes este lugar tenía una portada neoclásica con angelitos, y de repente apareció esto. Raro. Parece un monumento a Loma Negra.
Es, de algún modo, un monumento a Loma Negra. Salamone ganaba las licitaciones en la provincia, entre otras cosas, porque sabía construir en hormigón —que supuestamente era más barato que el ladrillo— y porque era amigo de Alfredo Fortabat, quien le hacía buen precio por el material. Eso le permitió, entre 1936 y 1940, adueñarse de toda la obra bonaerense y tener tanto trabajo que, llegado el caso, tuvo que empezar a recorrer los proyectos con una avioneta propia. Dicen que aterrizaba hasta en las avenidas. Que viajó tanto que fue condecorado como «el americano con más horas de vuelo». Que en su mejor momento, en esos cuatro años, su estudio de arquitectura trabajaba 24 horas al día y que Salamone era un mecano alimentado a cigarrillos y café. Y que ese exceso de trabajo y de influencias empezó, finalmente, a tener sus consecuencias: hacia 1940, las construcciones comenzaron a desbordar el presupuesto a tal punto que, cuenta Andrés, en el Concejo Deliberante de Azul empezó a circular un chiste: decían que RIP no era la sigla de «Réquiem In Pace», sino de «Resulta Imposible de Pagar».
Así las cosas, junto con los problemas contables llegaron también, como era de esperar, los problemas políticos. En 1940, la provincia de Buenos Aires fue intervenida, Fresco fue expulsado de su cargo y Salamone cayó en desgracia. Alguien le inició un juicio por irregularidades en algún proceso de licitación y Salamone tuvo que huir a Montevideo. Allí la diabetes, las malas noticias y los problemas cardíacos —el resultado de esos años sin respiro— lo fueron convirtiendo en un hombre enfermo.

Laprida. —Estos dibujos nos los dio un juez. El hijo de Salamone estaba en quiebra y el Estado se quedó con algunas cosas. Mirá que cosa rara. Qué caritas che.
En una pared hay tres retratos: Stalin, Churchill y Roosvelt pintados por Salamone. El que los señala es Pablo Torres, secretario de gobierno de Laprida: una localidad de 10 mil habitantes donde todos viven del Estado o del campo, donde las casas no tienen rejas y donde los ciclistas —casi todo el mundo— se detienen ante la luz roja de los dos semáforos del pueblo.
Al igual que en Rauch, Torres nos interceptó en la entrada al municipio —salamónico— y nos llevó primero a su despacho —un santoral con fotos de Perón, Evita y el matrimonio Kirchner— y luego a recorrer el edificio.
—Nosotros ni sabíamos que todo esto era raro —dice mientras sube una escalera—. A mí de chico siempre me llamaba la atención que en otros pueblos no hubiera cementerios tan grandes. ¿Dónde guardaban a los muertos? ¿En esas cositas? El cementerio acá era un lugar importante. Te venía un pariente y lo llevabas a conocer el cementerio. ¡Adónde lo vas a llevar sino! Y después fijate estos muebles —Torres abre la puerta del Concejo Deliberante y se acomoda en uno de los nueve asientos. Los apoyabrazos son redondos: Torres los recorre con las manos—. Yo fui concejal durante dos períodos y te digo: estar cuatro horas de sesión sentados en esta porquería… te la regalo.
Luego se levanta, va hasta un patio interno y se detiene frente a una puerta cerrada: al otro lado hay una escalera caracol que llega hasta la cima de la torre municipal. Ahí arriba, como en todas las otras torres, hay un reloj.
—Si querés subí —dice—. Pero vas sola.
La escalera es muy angosta, rechina y se alza en un tragaluz lleno de caca de paloma. Subo uno, dos, tres, treinta metros y llego, finalmente, a una reja pequeña. Mide unos ochenta centímetros de alto. La abro. Paso en cuclillas. Al otro lado hay un búho que me mira con desprecio. Una vez afuera, cerca del reloj, de pie sobre un colchón de huevos inmundos, es posible ver el pueblo. El cielo y el pueblo.
Todo Laprida entra en el paisaje. Están la iglesia, la plaza; están los tanques de agua, las antenas; está el cartel de «Casa Silvia», están los árboles. Está el Centro de Estudios Salamónicos —una construcción ultramoderna y naranja, diseñada por la Facultad de Arquitectura de La Plata, que se inaugurará en un par de meses—, y están los límites: de un lado las casas, del otro el campo. Y más allá del campo, a un kilómetro, el cementerio y el matadero.
De lejos, el cementerio parece un edificio normal. Pero de cerca, no.
—Guarango —resume Federico cuando una hora después llegamos al portal. Y es cierto. La entrada al cementerio es guaranga. Detrás de un corredor de álamos hay una cruz de 27 metros, flanqueada por dos conos inmensos que parecen comprados en una feria ufológica.
—Queríamos hacer un mirador porque la gente llega y se queda mirando —dice Natalia Sainar, nuestra nueva acompañante del municipio—. A veces pienso: ni Salamone sabía lo que dejó a la provincia. Ni su familia sabe contar la historia. Nosotros hace muy poco que nos enteramos de todo esto. Cuando yo era chica, me traían con la escuela para ver no tanto la obra salamónica como las cosas que pasaban adentro. Aprendíamos cómo se trabajaba en el municipio. Conocíamos dónde iban los muertos en el cementerio. Y sabíamos lo de las vacas en el matadero.
—¿Los llevaban al matadero?
—Sí. A todos los niños nos hacían ver el carneo de una vaca. Y de los pollos. No me olvido más de eso. No sé por qué lo hacían.
En la década de 1930, cuando Salamone hizo sus mataderos, la industria de la carne pasaba por un momento especial: se hacían exportaciones a gran escala, pero las condiciones de producción eran poco higiénicas y muy crueles con las vacas. Salamone, por lo tanto, construyó edificios más limpios y funcionales: estaban recubiertos de azulejos y en el techo —esa era la mayor novedad— había un sistema de rieles que iba llevando los cuerpos de una estancia a otra, como si fueran autos en una cadena de montaje.
Hoy, la mayoría de los mataderos de Salamone está en ruinas o fue reciclada con otras funciones (el de Azul, por caso, hoy es una cooperativa apícola), y por eso el de Laprida es un edificio especial: allí adentro todavía se faena.
Vamos a verlo.
Desde afuera el matadero, hoy vendido a un frigorífico, luce como todos los otros: líneas rectas, molduras cuadradas y una gran torre con forma de cuchilla despuntando en la entrada. Golpeo una puerta pequeña. Sale un viejo con delantal blanco y manchado con sangre. Le pregunto si es posible pasar. Dice que sí con un gesto apaciguado y cordial. Adentro está oscuro y suena un tema de Marco Antonio Solís. «No hay nada más difícil que vivir sin ti» escucho, cuando siento que mis pies resbalan y quedo de cara a una escena grotesca: mientras Marco Solís habla de amor, dos muchachos faenan dos vacas. Uno le mete una sierra en el esternón. Otro agarra una vaca recién noqueada —aún viva— y le corta el cuello.
—Qué rico —dice Federico.
Lo que hay bajo mis pies es sangre. Yo tengo zapatillas All Stars; me siento idiota. Camino con cuidado para evitar el resbalón. Todo ahora es sangre y agua llevándose la sangre, y en el medio de eso están la canción romántica y «qué rico» y el viejo hablando de la arquitectura del lugar. De los rieles, de los guinches, del cajón de noqueo.
—Vos le ponés la corriente así, y cae así, y después la desangramos por acá...
Me acerco a la zona de desangrado. A mi lado hay una vaca inmensa pendiendo de un gancho y con la lengua afuera. De la lengua cuelga un hilo de saliva que nunca termina de caer. Toco la vaca con el dedo índice: está tibia. ¿Este mi límite? Un pibe se acerca con un balde negro, le hace un tajo en el vientre y llena el balde con un coágulo rosado. Este, creo, es mi límite. Me alejo de la vaca a paso lento: no quiero resbalar. Una presencia gruesa sube por mi cuello. A dos metros de distancia otro muchacho abre otra vaca y deja caer las achuras y el estómago que —flop— se desploman pesados sobre un balde gigante. Del cuerpo sale un vapor: el animal, sin piel, aún está caliente. Marco Antonio Solís sigue hablando de amor pero acá sólo parece haber lugar para este olor: esta excrecencia húmeda que te llena el cerebro. Es momento de irme. Patino sobre el agua viscosa. Alguien me dice «es un angus: las negras son angus» pero yo no entiendo a quién le pregunté qué cosa. ¿Angus? Voy a vomitar. No hablo. Hago señas: salgamos. El viejo me abre la puerta y afuera está el aire fresco y —ahhhhhh— algo vuelve a su lugar.
Ahí está el pasto, ahí el cielo, ahí las vacas.
—Ahhh.
Nos despedimos del viejo con un apretón de manos.
Todas las vacas que hay por la ruta —se ve ahora, cuando volvemos en auto y con las ventanillas bajas— no tienen más de cuatro años de vida. Después las matan.
—Vaca, ternera, mulitas, conejo, cerdo: en mi vida le entré a todo lo que pude —dice Federico—. Igual esto fue fuerte. Una cosa es carnear a cielo abierto pero ahí adentro… qué olor inmundo. ¿Tenés hambre?
Miro el campo. La línea interminable.
—Sí —contesto.
Una vez en Pringles, vamos a una parrilla y pedimos asado.
Está rico.


Pringues, Saldungaray. Es el tercer día de viaje y ya vimos tanto municipio, tanto cementerio y tanto matadero que todo empieza a darnos más o menos igual. Luego de almorzar paseamos un rato —por el municipio, por el cementerio, por el matadero— y nos vamos de Pringles porque antes del anochecer hay que pisar Saldungaray: una localidad de 1400 habitantes donde se levanta el cementerio más famoso de Francisco Salamone. En las fotos se ve una inmensa rueda de cemento de la que sale, como una criatura en el canal de parto, la cabeza de un Cristo. Pero una cosa es la foto y otra cosa es, en fin: otra cosa es esto. Si en Azul el cementerio remitía a la condena de la muerte, en Saldungaray la sensación es otra: esto es lisérgico. Esto es una broma divina.
—Yo he escuchado gente que me ha dicho: «A mí me gustaría morirme en el cementerio de Saldungaray». O dicen «cuando nos vayamos a la rueda grande…» para hablar de la muerte. Con este tamaño, también, de qué querés que hablemos.
El que habla es Daniel Olgiati, delegado municipal de Saldungaray: una localidad que cinco años atrás figuraba en los registros como «pueblo en extinción» y que ahora, gracias a este monumento inconcebible, está planificando la inauguración de un Centro de Estudios Salamónicos ultramoderno y naranja. Ya lo han construido. Faltan pocas cosas. Por eso Delia Esther Gómez, una mujer enjuta y perfumada, secretaria de Turismo de Saldungaray, nos saca del cementerio y nos lleva a ver las dependencias con incredulidad y orgullo: ella, Delia Esther Gómez, atenderá a los turistas detrás de este mostrador.
—Está linda tu oficina che —dice Olgiati mientras mira los cerámicos como si fueran agua del Caribe. En rigor, la oficina de Olgiati tampoco está mal: está emplazada en la delegación municipal —Saldungaray es tan chico que no tiene municipio propio—, está iluminada por un artefacto salamónico —una suerte de ovni suspendido en alturas—, y hasta los mingitorios están diseñados por la misma mano que hizo todo lo demás.
—Este pueblo alguna vez fue un pueblazo —explica Olgiati un rato después, mientras sale del baño. Décadas atrás, dice, el lugar tuvo varias expendedoras de combustible que, sumadas a la producción agrícola, transformaban la zona en un lugar con posibilidades de progreso. Pero el cierre de ferrocarriles también terminó con esto. Hoy, el cementerio de Saldungaray resume todo aquello que Saldungaray podría haber sido. Pero no lo hace con vocación amarga sino con un exceso festivo: el portal insólito, redondo, macizo, es para Saldungaray una razón de orgullo.
—Yo soy feliz acá —dice Olgiati—. Si me olvido la bici o la garrafa afuera no pasa nada. Jamás hubo un robo a mano armada en la historia del pueblo. Y si falta algo ya se sabe quién robó. Hay dos que se roban los corderos todo el tiempo. Cuando uno duerme, el otro va y se lo saca. Siempre es el mismo cordero que va de un lado para otro.
Caminamos por la plaza. No hay gente. Las hojas de los árboles existen de un modo tan dulce que conmueve. Quiero sentarme a mirar. Pero Delia Esther Gómez insiste en que tenemos que entrar en la iglesia. La parroquia, dice, tiene la única Virgen en posición de reposo del mundo.
—La trajeron de Lyon, Francia —dice Gómez—. Y está en el instante mismo de ascender al cielo.
Los cuatro, de pie, ahora, en una misma línea, miramos a la Virgen largamente.
—Yo creo que se aburrió y por eso se acostó —dice Olgiati.
Ojo: fue Olgiati.

Tornquist. Ceno sola en Tornquist, a minutos de Saldungaray. Federico se fue a visitar a un amigo. En el restaurante somos tres comensales, un mozo y un televisor. Vemos Soñando por Bailar. Los gritos de Mariano Iudica, el conductor, no son normales. Afuera hay una noche negra y fría, y la luz de los faroles forma sombras largas sobre las calles de tierra. Adentro el mozo —la nariz roja de vino— me sirve la cena en un mantel a cuadros. Como.

Carhué, Epecuén, Guaminí, la ruta. Amanecemos en Tornquist —donde también hay un municipio, un matadero: cosas— y en este último día vamos a Carhué y Epecuén: dos localidades separadas por dos kilómetros de distancia que tuvieron su época de gloria y que se desplomaron de un modo inaudito.
La historia de Carhué y Epecuén, ubicadas en el partido de Adolfo Alsina, es única. Hasta mediados de la década de 1980 la zona, lindera al lago Epecuén, era el polo de turismo termal más fuerte de la provincia y uno de los más importantes del país. Las fotos de ese entonces muestran complejos hoteleros con piletas, toboganes de agua, niños, ancianos y famosos —Sandrini, Mirta: esa gente— que se divertían sin imaginar que todo eso se esfumaría del mapa. Por cuestiones de negligencia el 10 de noviembre de 1985 una represa se rompió. Y en apenas una semana todo Epecuén quedó hundido bajo siete metros de agua. Las personas debieron abandonar sus casas. Las empresas hoteleras desaparecieron. Hubo que contratar buzos para que fueran al cementerio a sacar los muertos. Y todo, más allá de los esfuerzos, se hundió.
De esa catástrofe tengo dos fotos: una de ellas muestra un Cristo crucificado saliendo de las aguas y rodeado de árboles greñosos que se sacuden con el viento. Y la otra muestra la cuchilla de un matadero emergiendo de la inundación. Ambos —el Cristo y el Matadero— son de Salamone. Y quisiera verlos. Para eso nos detenemos antes, buscando orientación, en el Municipio de Adolfo Alsina, que también fue hecho por Salamone. Entramos al edificio y en la sala principal ocurre lo de siempre: un funcionario nos intercepta y nos lleva de recorrida, y en algún momento —esto es lo nuevo— nos presenta a un hombre, David Abel Hirtz, el intendente de Adolfo Alsina, que saluda y ofrece asiento.
—Vos ponete acá —me dice. Se acomoda el saco. Aparece un fotógrafo. Siento un flash.
—Hemos perdido un pueblo y ningún gobernador lo advirtió; lo que pedimos es que digan que estamos vivos —dice Hirtz—. Se creyó que habíamos desaparecido pero no: hay instalaciones muy modernas acá.
El secretario de Hirtz agarra mi cámara pocket y toma varias fotos del encuentro. La charla dura cinco minutos. Me quedo con quince fotos en mi cámara, catorce de Hirtz y una de un busto de San Martín.
Nos vamos.
En la calle, dos funcionarios de la intendencia nos esperan para acompañarnos a Epecuén. Son cinco minutos en auto que marcan la distancia entre un pueblo —Carhué— y un espectro. Epecuén es un cementerio a cielo abierto. Todo está lleno de escombros —restos de casas, muebles, rejas— y árboles erguidos: cientos de árboles quemados por la sal, buscando el cielo como quien pide socorro.
En el medio de ese desamparo están el Cristo, en un muelle, y el Matadero: una sobrecogedora muerte arquitectónica.
—Hoy los chicos suben sus fotos en el matadero a Facebook: está lo suficientemente hecho pelota para tener gracia —dice Javier Andrés, director de Turismo de Adolfo Alsina. Pero no ríe. Adentro del edificio hay escombros, vidrios, mierda y palomas: un aleteo macabro que parece el eco de un desastre remoto. Algo de todo esto —los restos, las ramas, la infinita soledad del agua— empieza a doler un poco.
Nos vamos.
Nos vamos por las dudas.
—Pablito, acá te habla el Chancho, quiero darte unos besos: ¿Dónde comemos?
Una vez en la ruta, Federico organiza un almuerzo con Pablo Ledesma, el director de Turismo de Guaminí: un pueblo con cuatro lagunas, una hotelería en crecimiento y un director de Turismo que se esfuerza por separar a Guaminí de la tragedia de Epecuén, y por llevar a Guaminí a los diarios nacionales.
—La verdad que nadie quiere bañarse en un cementerio, por eso la gente elige venir acá —dice una hora después Pablo Ledesma. Ahora estamos en una parrilla. En seis horas deberíamos llegar a Buenos Aires y yo, noto, necesito empezar a irme. Mientras Federico se zampa un asado, Ledesma habla de Guaminí y explica su estrategia para levantar el pueblo: para los carnavales —cuenta— trajo a Pablo Ruiz, Marixa Balli, Marcela Tauro y Alejandra Pradón.
—La gente de por acá no había visto un famoso —dice y mastica—. Marixa, espectacular: en pelotas con el frío que hacía; una profesional. Tauro me generó notas en Intrusos y en Radio 10 y a mí me sirve para que sepan que existe Guaminí porque nosotros no somos como ustedes, que se los cruzan por la calle.
Guaminí tiene 2500 habitantes. Y tiene, también, sus obras salamónicas: un edificio municipal y un matadero que Ledesma se empeña en mostrar pero que yo me niego a ir a ver. Nos levantamos de la mesa, nos despedimos: Federico y Ledesma se dan unos besos. Luego subimos al auto y las horas van pasando lentas y entibiadas por el sol de abril.
—¿De qué habrá muerto Salamone? —pregunta en algún momento Federico, mientras volvemos a Buenos Aires.
«De cansancio» pienso. Pero no sé qué respondo. Ya no quiero hablar. Por la ventanilla se ve un campo rectilíneo y menguante; una llanura que, de no ser por las vacas, se parece bastante al cementerio donde finalmente fue enterrado Salamone: quince años después de su muerte, la familia decidió meterlo —qué ironía— en un bonito Jardín de Paz.
Me distraigo pensando en esta y en alguna otra cosa, y después —mirando el paisaje— me duermo.




* Texto publicado a mediados de 2012 en la revista Orsai.

jueves, 19 de junio de 2014

Un sueño

Sueño que tengo que hacerle una entrevista a Diego Maradona. La entrevista está pautada en un hotel de lujo, en una habitación donde se dispuso un escritorio iluminado por una luz cenital. Llego y Diego está sentado a un lado del escritorio, vestido con traje y corbata. Yo también estoy formal, especialmente bien vestida: parezco Melanie Griffith en Secretaria Ejecutiva. Incluso llevo tacos. Alrededor hay gente de producción ultimando detalles. Los miro satisfecha: me gusta que sea todo tan profesional. 
Minutos antes de empezar la entrevista, Diego dice que tiene que hacer algo. Serán sólo unos minutos: a las siete de la tarde empezamos. Yo aprovecho para ir a comprar pilas. Bajo a la calle. Afuera es el barrio de Once en hora pico. Me apretujo entre la gente hasta llegar a una ferretería que hace las veces de librería. Pido pilas y, ya que estoy, compro un mapa para mi hijo en la escuela. El vendedor me trae un mapa mal arrancado y arrugado.
—Igual sirve –me dice.
Miro el papel.
—Esto es impresentable —se lo devuelvo y me voy. Siento que triunfé. Camino hasta otra librería —no sé si consigo lo que buscaba— hasta que finalmente subo al hotel porque son las siete de la tarde, la hora de la entrevista. Cuando subo la habitación está en penumbras, aunque la luz del escritorio sigue encendida. No hay nadie pero escucho un ruido de agua en el baño. “Es Diego que se está lavando las manos: ya empezamos”, pienso. Pero se abre la puerta y no sale Diego sino una señora asexuada y con cara de asistente eficaz. Después aparece un varón alto y atlético: es el productor general.
—Lamentablemente Diego tuvo que irse de urgencia a Mar del Plata —me dice. Él y la asistente me miran con cara de “qué macana”. Yo los miro. Siento que los ojos se me inyectan de sangre.
—¿¿¿Y entonces??? —digo.
—Bueno —dice él—. Capaz que podemos conseguir por millaje algún pasaje para que vayas.
Habla como un vendedor de chucherías. Siento que la ira se me sube a las mandíbulas. Entra en escena una nena de tres años y rulos castaños. Es la hija del productor. La alzo. La dulzura de la nena matiza mi odio. Miro al productor y a la asistente.
—Acabo de perder tiempo —digo. Prosigo con falsa serenidad, y a gritos: —Y YO NO TENGO TIEMPO.
Después miro a la nena: es hermosa. Me alejo con ella a upa, la acaricio.
—¿Te gusta tu pelo tan lindo? —le digo.
La nena levanta una mano y hace la señal de “maso”.
“Sos mujer”, pienso. “Vas a sufrir”.
Y así termina el sueño.

viernes, 6 de junio de 2014

Un buen trabajo*

En estos días en los que se habla de derechos laborales. De las mujeres que ganan en promedio un tercio menos que los hombres que ocupan igual cargo, y de las dificultades de las ejecutivas para ocupar roles gerenciales, y de las amas de casa que trabajan gratis, pues vivir para el hogar parece ser -según la fantasía de algunos- una especie de placer imposible de ponderar con dinero. En estos días en los que el 1 de mayo nos enfrenta al problema del empleo y de sus dignidades, y en los que las publicaciones femeninas suelen hacer un relevo de la situación laboral de las mujeres; en estos días, en fin, subo a mi escritorio y miro el jardín, y me siento con la luz del día sobre la espalda -y es una luz de domingo aunque hoy sea martes- y tomo el primer té de la mañana y pienso que el trabajo es también, a veces, cuando no media una situación social injusta y cuando los pedazos rotos de la vida propia se acomodan, esto: un lugar feliz del que poco se habla; la bota de siete leguas con la que intentamos achicar el mundo.

Hay gente que ama trabajar.

Hay gente que trabaja como si navegara después de todas las tormentas.

Hay gente que transpira de felicidad cuando trabaja, y que no se baña cuando trabaja, y que en ciertos casos siente un vértigo en el corazón cuando trabaja, y que se entrega -esto puede ocurrirle a un escritor- a la luz macilenta que sale de la pantalla a sabiendas de que con ese albur alcanza para iluminar los bordes de una idea.

Hay gente que sueña con soluciones de trabajo así como yo sueño con un párrafo o con el ensamble entre dos párrafos complejos, y que entonces se despierta y dice «es esto y no otra cosa» y que después vuelve a dormirse. O no vuelve a dormirse. O, en cualquier caso, deja de pensar en dormirse porque su alma está tranquila: ha logrado construir algo. Se ha construido a sí misma.

Hay gente que trabaja para salir de callejones sin salida, y que trabaja como ganapán pero también como ejercicio espiritual, como pregunta insospechada, como conjuro a tiempo para que la nebulosa de los días se condense en una línea, en un cuerpo personal, en algo nítido que responda a la palabra «yo» y que no sea la suma ni la síntesis de ninguna otra cosa («donde quiera que esté/ soy lo que falta» escribe Mark Strand y es eso lo que quiero decir).

Hay gente que trabaja para dar a luz todos los mundos concebidos en la infancia y para matar ciertos fantasmas de la infancia y para hacer de la infancia, por qué no, algo presentable que luego pueda contarse a los hijos. Y sobre todo a uno mismo.

Hay gente que trabaja como si no hubiera hijos ni cuentas por pagar ni reivindicaciones de género ni vida planetaria por delante: trabajan erizados y sin fe, con una temeridad inexplicable y alumbrados por algo que no es la luz del día sino de un relámpago: un refucilo violento en el que todo se revela y en el que puede verse, por un instante, la ley primigenia que permite que el relámpago exista.

Hay gente que trabaja para encontrar esa ley. Y es por eso que no se me ocurre -junto con el de amar- otro ejercicio más noble sobre la faz de la Tierra («No me gustan las personas que se jactan de trabajar penosamente. Si su trabajo fuera tan penoso más valdría que hicieran otra cosa. La satisfacción que nos proporciona nuestro trabajo es señal de que supimos elegirlo», dice Clarice Lispector y es eso, finalmente, lo que quiero decir).


* Publicado en la revista Ya, del diario chileno El Mercurio.

viernes, 18 de abril de 2014

Gabo



Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, tiene esta imagen sobre el hecho literario: «Los libros que de verdad me gustan —dice— son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras». Pensé en Holden la noche del 30 de agosto de 2004, hace ya diez años, cuando Gabo se acercó a mi mesa —estábamos en una gran cena en Monterrey, México— me pasó un brazo por los hombros, bebió un sorbo de whisky y se puso a hablar de su vida de pareja —y a preguntarme por la mía— como si fuéramos viejos conocidos. Si hubiera podido, habría corrido a contarle a Holden Caufield todos los detalles de ese encuentro.
Gabo tenía el cuerpo menudo y el saco siempre arrugado, y se movía de un lado a otro como si fuera un pato: pechito y culo orgullosos, pasos cortos, las puntas de los pies apuntando levemente hacia fuera, y una rara y conmovedora forma de mirar. Gabo fruncía los ojos como si todo le produjera asombro o desconcierto. Fue así, como un animal joven que recién descubre el mundo, que se acercó por primera vez a quien entonces era mi marido —Juan— y a mí. Era el mediodía y estábamos en un pasillo de hotel. A través de sus anteojos de marco negro y grueso, Gabo se nos quedó mirando como si fuéramos dos insectos.
—Y tú… —se dirigió a Juan— ¿Tú qué has hecho para merecer a esta mujer?
Eso es lo único que dijo. Mientras yo tomaba nota de esta frase —nada mejor que citar a Gabo en una discusión doméstica— unas personas le festejaban el chiste. Gabo raramente estaba solo. Fuera de su casa casi siempre estaba acompañado con o contra su voluntad. Días después, su mujer, Mercedes Barcha, diría con cierto tono de hartazgo que en el Distrito Federal, adonde se habían mudado hacía ya cuarenta años, no podían ni siquiera salir a tomar un café en paz. Por ese motivo preferí no acercarme a ellos por el resto del día. Hasta que en la noche, durante una multitudinaria cena organizada por la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, Gabo vino con un vaso de whisky en la mano.
—¿Qué pasa que no has venido a saludarme? —dijo y me abrazó. Contesté pavadas y él arremetió con su tema preferido. —¿Y cómo se llevan ustedes? —nos miró a mi marido y a mí.
—Bien.
—Yo hace cincuenta y dos años que estoy casado… y nunca un altercado, una pelea. Nunca.
—¿Nunca-nunca?
—Bueno, un vete a la mierda sí, todo el tiempo. Pero peleas de esas que estás días sin hablarte, jamás.
—¿Cómo hace?
—Yo creo que la clave es que Mercedes nunca me hizo caso en nada.
Llamó a Mercedes para presentarla. Mercedes lo miró y no se movió. Mercedes era —es— una mujer de cuerpo rotundo, facciones anchas y carácter presumiblemente fuerte. Mercedes siempre cuidó de Gabo. Y a Gabo también lo cuidó siempre Jaime García Márquez, su hermano sesentón: un tipo achaparrado, de cráneo perfectamente circular y ojos rojos por la alergia («Mi mujer es fanática del aire acondicionado, pero a mí me deja ciego»), y dueño de un fanático sentido de la hospitalidad. Jaime es subdirector administrativo de la Fundación, pero parecía haber ido a Monterrey con un único objetivo: hacer sentir cómoda a mi mamá.
Porque mi mamá, Lidia, también había ido. 
—Me dieron un premio por entrevistar a una secuestradora, y vengo con mi mamá —le dije a Jaime apenas lo conocí. No lo dije en chiste.
—Anda, ¿y eso qué tiene de malo? —Jaime abrió sus ojos alérgicos; tomó a mi madre de la mano—. Yo vengo de familia de once hermanos; para nosotros, la madre es sa-gra-da.
Desde entonces, Jaime incluyó a mi mamá en todos los planes. Temí que ella terminara hablando en algún foro periodístico. La apoteosis llegó una tarde, horas después de la entrega del premio.
—Y ahora, Lidia… la foto con Gabito.
—No, Jaime. Este es mi límite —dijo mi mamá con su tono pausado de psicoanalista. Sé que en el fondo estaba desesperada. Gabito estaba en el ojo de la tormenta: a su alrededor había decenas de fotógrafos, luces y gritos de celebración.
—Te estoy ofreciendo lo más preciado de la familia, por Dios —Jaime la tomó de la mano, otra vez—. A-ho-ra-la-fo-to-con-Ga-bi-to. Ven.
Mientras la arrastraba, Jaime intentó convencerla con una historia:
—Resulta que una vez estábamos con Gabito en Nueva York, en el pub ése donde Woody Allen toca la trompeta. Allí adentro no se puede sacar fotos, básicamente porque no se le puede sacar fotos a Woody Allen, pero igual yo me llevé una cámara a escondidas de Gabo, porque nunca se sabe. Esa noche, una vez terminado el chow, Gabo se acercó a Woody Allen para saludarlo. Se estrecharon manos, se sonrieron, hablaron, todo lo que tú ya sabes. Gabo me había advertido que no sacara ninguna foto, bajo ningún concepto, pero yo igual tomé la cámara, apunté… y no me animé. A la salida del sitio Gabo casi me destroza: «¿Pero por qué no tomaste la foto?», me increpó. «Porque si llegaba a tomártela te me venías encima» le digo. «Y sí, Jaime, te hubiera gritado, ¡pero la foto ya nos habría quedado hecha!».
De los once hermanos que son los García Márquez, el mayor para ese entonces ya había muerto. Gabo era, en aquel momento, el más grande de todos los vivos. Durante un viaje en auto, alguien de la Fundación me había dicho que ese 2004, por primera vez, había visto a Gabo viejo. 
—A todas las personas, en algún momento que puede ser un mes o una semana, es como que se les oficializa la vejez: algo así habrá pasado —dijo.
No quedaba claro si Gabo estaba enterado de que se había hecho viejo.
Una mañana, a la hora del desayuno, lo encontré a Jaime en el hotel.
—¿Quieres desayunar conmigo? Porque quedé con Gabito a las ocho de la mañana, pero ya me han contado que anoche, a las tres de la madrugada, le estaban abriendo otra botella de whisky, así que no va a llegar al desayuno.
El whisky era una de las tantas complicidades entre Gabo y Mercedes. Otra era la danza. La noche anterior habían estado hasta el alba bailando en una disco llamada Skandal. Alguien había puesto cumbia y ambos se habían puesto de pie y habían empezado a moverse bajo las leyes de un ritmo cadencioso y privado: él la abrazaba sin tocarla; ella giraba y se movía contoneando lentamente el culo. Yo entonces tenía 29 años y me fui de Skandal antes que ellos.
A la mañana siguiente —segundos después de que Jaime se levantara, preocupado, para ir a ver a su hermano— llegó Mercedes. Tenía bolsas pronunciadas en los ojos; el andar cansado.
—¿Puedo desayunar aquí? —preguntó con una cortesía extraña: nadie se hubiera atrevido a responder «No».
—Por supuesto.
Hasta las cuatro nos quedamos anoche… —dijo mientras desplegaba el diario distraídamente, y pedía un café, y se corría un mechón de la cara y decía, con un gesto de sorpresa adormecida: «Pues mira». Gabo y Mercedes estaban bailando en la tapa del diario Reforma.
—Salimos poco. Pero cuando salimos es siempre así. Los fotógrafos. La gente. Y ahora… ya ves, tenemos la maleta llena de libros. La gente nos ve y nos da libros. No sé qué esperan de nosotros.
Ese día, 2 de septiembre de 2004, era el último de aquella gira de Gabo por Monterrey. Y en su plan de actividades previas al avión estaba la asistencia al último seminario de todo el viaje: un encuentro en el que finalistas y ganadores de los rubros de Texto, Fotografía y Homenaje contaríamos ante un auditorio cómo había sido la realización de nuestros trabajos. Gabo asistió al seminario con una pequeña valija; no hizo preguntas. Nunca, a lo largo de los varios encuentros, hizo preguntas. Como si el bulto de periodistas fuera uno de los pocos lugares en los que él podía desaparecer.
Al rato de iniciado el seminario alguien se acercó y le dijo algo al oído. Gabo se puso de pie y explicó que tenía que volver al Distrito Federal. Habrán sido dos o tres segundos de silencio; después llegó el aplauso interminable.
Nos miró a todos.
—Me van a hacer llorar —dijo.
Luego dio la vuelta y se fue con su andar de pato, mirando a los costados con un gesto enardecido y joven, como si estuviera viendo, por primera vez, la forma y el color de los aplausos.



domingo, 6 de abril de 2014

OPERACIÓN DE UN GATO

Cazaste un pájaro
las plumas en la boca
y el pájaro a los pies
dan fe
de tu corazón de bestia.
Ahora hundís el morro
en su pecho
ponés empeño y juventud
lo desgajás
como a una almohada
con tus dientes de aguja
y tu lengua rosada que después
me lame.
Gata zombie
peluche sangriento
mascotita en trance
te espío por la ventana:
ciega de instinto
estornudás
el aire se llena de partículas
de pájaro
y volvés a aplicarte
como un relojero
como un orfebre,
por turnos
masticás tendones
tripas finas, garras
músculos delgados
como pétalos,
mordés la cabeza
la arrancás del cuerpo
con tenacidad
con destreza,
te tragás los ojos
que quizás expulses
por tus intestinos
y das por concluida
la faena. Te miro
lamiéndote el morro
satisfecha
golosa
limpiando tus patas
como un artista que lava
sus pinceles.
Solo quedan a tu lado
las alas, gata poeta
gata maravilla:
dejaste las alas
para que se pudran en la tierra.




jueves, 27 de marzo de 2014

Plantar un árbol

Muriel decide comprar un limonero. Camina un kilómetro hasta el vivero para elegir y llevarse la planta. Se queda con la única que tiene un limón colgando: es esmirriada pero tiene garantías. Paga. Un empleado lleva el limonero a la calle. Muriel queda de pie con el árbol a su lado y espera un taxi. Algunos pasan de largo hasta que uno finalmente se detiene.
—¿Y cómo pensás hacer? —dice el hombre, con un rictus de burla. Muriel lo mira como si estuviera midiendo algo. Le ofrece más dinero del habitual y le dice que va a meter la planta de costado, con las ramas saliendo por la ventanilla baja. El conductor acepta de mala gana; ella acomoda todo y arrancan. El auto va a buena velocidad por una calle empedrada. Muriel mira por la ventanilla: el único limón salta enloquecido y en cualquier momento se desprenderá del tallo. Saca la mano y lo sostiene. Viaja diez minutos con la mano afuera sosteniendo el limón como si fuera la llama olímpica, pero sin fuego.
Llega a destino con un dolor en el brazo. Baja la planta como puede y la arrastra por la casa hasta el jardín. La deja. Enciende un cigarro y sube la escalera hasta su escritorio. Debe trabajar. Empieza a corregir un manuscrito de autoayuda titulado Desapegarse sin anestesia, pero deja un signo de interrogación en torno a la palabra «sin» y pasa a otra cosa. Ve televisión todo el día hasta quedarse dormida.
A la mañana siguiente desayuna, toma una pala, camina hasta el fondo y empieza a cavar con fuerza. Lo hace durante media hora; no luce cansada. Mientras cava encuentra las raíces gordas y blancas de una rosa china que alguna vez tuvo, y que hubo que sacar. Ve gusanos, lombrices y arañas. Parece pensar en sí misma. Hacer un pozo es como subir una montaña.
Después deja todo abierto y vuelve a trabajar. Quita el signo de interrogación en torno a la palabra «sin». También hace otras cosas. Atiende el llamado de su hermana.
—Compré el limonero —le dice.
—¿Voy?
Muriel responde que no. Corta y mira el jardín por la ventana: el césped está dispuesto como esas doncellas que esperan al rey en la cama. Muriel se sienta en una escalera externa –la que va al escritorio- enciende un cigarro y ve el atardecer. El cielo está lleno de edificios: parece el horizonte de un juego de tetris. Aunque no hay colores. Ya es la noche.
Muriel baja a oscuras hasta la biblioteca, enciende una luz y toma el cofre. Está apoyado sobre unos libros de fotografía de tonos vibrantes. El cofre es de una madera barata y liviana. Lo sostiene con la mano; podría sostenerlo con un dedo. La fragilidad de esa cosa la hace temblar.
Veinte días atrás Muriel vio a su gata respirar con dificultad. Cada exhalación era como un fuelle que cerraba sus pliegues para siempre. La metió en un bolso y la llevó a la veterinaria. Cuando la sacó y la acomodó en la camilla la cara de la gata estaba deformada: era el rictus de un animal desahuciado. Babeaba. Le pusieron oxígeno y le dieron inyecciones, quién sabe de qué. Pero no funcionó. Unos minutos después la gata empezó a retorcerse enloquecida y a querer quitarse la máscara. Clavó las uñas en la mano de la veterinaria.
—¡Tómela fuerte! —gritó la mujer— ¡Se está ahogando!
Muriel no entendió. Estaba aturdida. Tomó a la gata con fuerza pero encontró un animal de ojos secos que había dejado de pelear. ¿Había muerto? Se llamaba Cati: el nombre más tonto del Universo.
Muriel había conocido a Cati diecisiete años atrás. Ella —Muriel— tenía veintiuno, vivía sola y no quería llegar a su casa y que no hubiera nadie para recibirla. El primer día que se vieron Cati tenía una pulga caminándole por la frente. Muriel la limpió, la vacunó, la alimentó. Vivió con ella durante dos convivencias, dos separaciones y tres noviazgos frustrados. A Muriel le gustaba decir que Cati y ella habían vivido nueve vidas juntas. Pero pasados los treinta años ese chiste le provocaba tristeza.
—Cati —dijo Muriel frente a la camilla. La soltó lentamente, con estupor. Se sentó en una silla y se miró las manos.
—Hay que resolver lo del cuerpito —escuchó. Muriel alzó la cabeza. La veterinaria tenía los dientes rubios de nicotina; movía la boca. —Quiero decir: podés dejarla acá y nos encargamos nosotros, podés llevarla en una bolsa o podés cremarla.
No iba a dejarla ahí. Tampoco iba a cargar el peso de su gata muerta. Eligió cremarla.
—¿Querés las cenizas o las dejás allá? Es un tema de precio, viste.
¿«Allá»? Muriel firmó y pagó para que le llevaran las cenizas a la casa. Se despidió de la veterinaria sin tocarla y se fue con el bolso vacío en una mano. Lloró, tomó un diazepam, durmió. Al día siguiente se sentó a trabajar. Desapegarse sin anestesia. Puso un signo de interrogación sobre la palabra «desapegarse» y se fue a fumar a la escalera. Las cenizas no llegaban. Tampoco llegaron el día posterior. Al tercer día Muriel llamó a la veterinaria y le explicaron que ellos subcontrataban el servicio. Le dieron el teléfono de la empresa encargada de las cremaciones de mascotas. Muriel llamó y la atendió un hombre de voz áspera, humeante.
—Esto no es en el acto, señora. Acá el trámite toma entre diez y veinticinco días.
—Dónde está mi gata.
—Está con nosotros.
Muriel se largó a llorar. Volvió a preguntar dónde estaba su gata y le hablaron de cámaras frigoríficas. Muriel imaginó a Cati congelada o pudriéndose en una bolsa de plástico oscuro.
—Esto es una estafa —gritó. Luego cortó y se quedó mirando el teléfono.
Tomó otro diazepam. Durmió. Soñó que quedaba encerrada en un galpón con gente y que alguien le decía «¿es tu primera vez en Auschwitz?». Se despertó sobresaltada. Alguien estaba tocando el timbre. Llovía. Muriel abrió en piyama. Un hombre bajó de una camioneta y desde adentro del impermeable estiró los brazos y habló.
—Las cenicitas —dijo.
Ella recibió el cofre, entró a la casa y se quedó de pie en el salón. No sabía qué hacer con eso. Lo puso en la biblioteca, donde quedó varios días. Luego compró el limonero y cavó este pozo que ahora palpita como el vórtice de una desgracia. Muriel toma el cofre y un destornillador, y va al jardín. Se arrodilla en la noche, se pone una linterna entre los dientes y desmonta la tapa. La abre esperando una luz o una revelación, pero sólo hay un polvo plateado y lunar: cenicitas.
Las tira en el pozo y despide a su gata murmurando algo. Después acomoda encima la planta de limón y la completa con tierra para que esté firme. No piensa en los ciclos de la muerte y de la vida, ni en ninguna otra cosa. Sólo piensa en la palabra «anestesia», y en la necesidad de una lluvia.