jueves, 17 de marzo de 2011

Liniers, para revista El Gourmet

Cuando era un niño. Cuando aún no había publicado ocho libros, ni había hecho las tapas de cinco discos, ni se había parado en escenarios a dibujar murales de 32 metros cuadrados. Cuando era un niño y no tenía su propia editorial, y su mundo era el mundo que cabía en los libros y las películas de Chaplin. Cuando el futuro era esto: un lugar donde se entierra el pasado (entonces él, cuando era un niño, se decía a sí mismo “no tengo que olvidar este verano, ni esta hamaca, ni este viento”). Cuando era un niño; cuando era –mejor dicho- un varón metido en el tarro de la infancia, la principal preocupación de Ricardo Liniers Siri consistía en demostrarle al mundo –o a la gente que recién lo conocía- que no era un tarado.

—Siempre tenía la sensación de que si llegaba a un grupo de gente que no conocía, yo era un tarado hasta que demostrara lo contrario.

Así pasaron los años. Tímidamente: trabajosamente.

Ricardo Liniers Siri creció, se hizo dibujante, se transformó en Liniers.

Y Liniers transformó todo lo demás.

—Pero desde que hago historietas es más fácil. Cuando hacés historietas la gente dice “¡qué bueno!” y automáticamente salgo del lugar de tarado. El mundo es más amistoso desde que dibujo.

Ahora está sentado en un bar y sonríe.

—En algún momento salí del cascarón y mi conexión con el mundo fueron los dibujos. Los usé como un puente para vencer la barrera de la timidez.

Y sonríe.

—Creo que es algo psicológico, ¿no? Igual nunca lo investigué mucho. A ver si un psicoanalista descubre algo y se rompe la magia.

Y sonríe.

—Sería como cortarle el pelo a Sansón.

Y su sonrisa es la expresión de algo mucho menos eventual.

En Liniers, la sonrisa –una luz nacida en la boca- existe incluso cuando no se ve. Como los ojos. Como cualquier otro órgano del cuerpo. Como las varias decenas de personajes que Liniers muestra en sus viñetas y que luego guarda en otra parte.

Los pingüinos; los duendes; el conejo; los planetas locos; el oso Madariaga; el gato Fellini; la niña Enriqueta; el perro Evaristo; el señor del banjo; la gente común; la aceituna solitaria; el mosquito Manuel; el bicho extraño; Lorenzo y Teresita; Origami boy; el misterioso hombre de negro, Villegas, Rivarola, Benítez, Salcedo, Zambrano, Manzini, Aguirre, Gutiérrez y la otra gente que anda por ahí; Kaufman, el artista conceptual; Reyes, el hombre sin concentración; Olga, el amigo imaginario; el doctor Bonete, político honesto; el señor que traduce los nombres de las películas; José Luis el infeliz; Z-25, el robot sensible; todos.

Todos viven en su cabeza.

Y la cabeza de Liniers es de tamaños normales, así que habrá que explicarlo de otro modo.

Un hombre común

Hubo un principio. A los diez años Liniers –descendiente del celebérrimo virrey- ya leía y dibujaba en cantidades importantes. Tenía amigos, pero además tenía una población en la cabeza. Julio Verne, Herman Melville, Charles Chaplin, J.D. Salinger y todos los demás universos posibles le entraban por los ojos y le salían por la mano. En quinto grado ya hacía sus propias historietas. Pero fue recién pasada la adolescencia cuando, tras un intento frustrado en la carrera de abogacía –su padre es abogado- y otro intento en Publicidad, empezó a vivir del dibujo. Comenzó en 1999, en el suplemento No de Página 12, usando el segundo nombre como nombre artístico. La tira se llamaba Bonjour y duró tres años. Luego, de la mano de su amiga Maitena, recaló en La Nación.

Era el 2002. El país se caía de a pedazos y Liniers arrancó con una tira llamada Macanudo. Los lectores no la entendían. Los editores la miraban de costado. Lo inquietante de Macanudo –lo que la transformaba en una obra sinuosa- era que sus viñetas no siempre operaban –ni operan- a la manera de un chiste. A veces no hay remate; a veces sólo se trata de un paseo melancólico y tierno por lo más tierno y melancólico que pueden tener las personas: su alma. O cualquier cosa que se le parezca.

Un hombre que descubre el poder místico del tai chi chuan. Una nena que termina el mejor libro de su vida. Un empleado de la AFIP a punto de perder la paciencia. Un oficinista que, de regreso a su casa, se pregunta si su oportunidad ya pasó.
Esos son los personajes de Liniers: los que están a oscuras. Los que están en todas partes.

—Creo que en mi trabajo hay una reacción ante la fascinación que existe frente a las celebridades berretas. Nos hemos convencido de que son gente más importante. Y me entristece que haya gente que quiere ser eso. Entonces elijo mirar al tipo que da un paso en un millón.

—¿Mirás a Tinelli?

—Me intriga entender por qué la gente es así, pero a la vez hay algo que me repele. Si me pongo un poco pedante lo digo de este modo: no me gusta lo que le hace al país. Me parece que Tinelli es alguien que en los últimos veinte años estuvo usando el morbo para bajar el umbral de inteligencia de la gente. Y a mí me molesta porque los chistes que hago son para gente de este país, ¿entendés? Entonces cuando un pibe dice “uh, qué bueno, hoy voy a ver un culo” yo digo “puta, a ese pibe no le puedo escribir más”.

—Tinelli te quita lectores.

—Le quita gente decente a mi hija para que conozca cuando sea grande. Cuando Matilda sea grande y tenga que buscar novios va a haber un montón de estupidizados diciendo “uhhh, te quiero ver el culo”. Y eso también va a ser un problema.

Todo

Dice que estamos acá, en el bar, porque arriba –en su casa- todo es un lío. Dice que arriba están las nenas (Matilda, de dos años y medio, y Clementina, de cinco meses) y está Angie –su mujer- cocinando langostinos. Dice que Angie adora cocinar; pero que él adora más comer. Su vida gastronómica, dice, es una línea recta que empieza en la nada y va a terminar en todo.
—Desde el punto de vista gourmet empecé en el sótano.
Eso dice. Luego define sótano: cuando era un niño y vivía preocupado por no ser un tarado, sólo –sólo- comía postrecitos Sandy.

—Pero quiero que al final me guste todo. Arrancar con el Sandy y terminar con que no haya ningún gusto sin conocer. Ya he conquistado el 90 por ciento de los gustos.

También sobre esto hay una viñeta. En ella, puede verse al primer hombre en la prehistoria probando la coliflor: la mira, la muerde y hace “¡Eugh!”.

—Ahora incluso como coliflor. Lo que todavía me cuesta es la acelga y la espinaca cocidas. Pero por afuera de, digamos, los “acelgácidos”, me gusta todo: el picante, la comida rara, los animales de todo tipo.

—¿A qué animales te animaste, por ejemplo?

—Escargots. Un día estábamos en Barcelona y pidieron el escargots y dije “bueno, lo disimularán un poco para…”. Pero no: me trajeron un plato que era como si hubieran pasado por el jardín y hubieran agarrado unos bichitos. Y los sacás y lo comés y el gusto… es lo que te imaginás que es el gusto del caracol. No es como… “ah, tiene gusto a dulce de leche, qué rico”. No. Es gusto… a eso.

—Hay una viñeta donde mostrás a dos duendes haciendo la pantomima del experto en vinos: lo miran, lo huelen, lo prueban. Y después dicen “mozo, una pecsi”. ¿Te molestan los clichés gourmet?

—Digamos que siempre me hace gracia el pretencioso. Me da ridículo. Algunos entienden, pero los civiles deberíamos tomarnos el vino en silencio.

Shhh

Silencio. Eso es lo que tiene Liniers para decir. Y lo dice de modos como éste: en una viñeta, hay un duende rojo y otro celeste. El gorro del celeste se alarga y crece, y crece. Y crece. Y luego baja. Y en el quinto cuadrito, el duende celeste, finalmente, le dice al rojo: “¿Te parece que con eso me alcanza para ir a la televisión?”.

Por este tipo de expresiones, a veces los lectores de La Nación se enojan y le escriben a Liniers diciendo “esto es una estupidez”.

—Es que el chiste con remate no me sale. Si me interesó una idea y me parece lo suficientemente extraña y no le encuentro un remate buenísimo, poner uno malo para que cumpla la regla de “cómo es un chiste” no me interesa. A mí siempre me gustó el cine, la literatura, y… qué se yo… Yo no veo que al final de La Guerra de las Galaxias alguien haga “¡chimpum!”, un chistecito final para rematar la película.

—Lucrecia Martel te deja a los personajes de espaldas.

—Sí. En un punto me interesa más el camino que toma Lucrecia Martel. O Chaplin. Chaplin es algo… Es como Quino, como Bob Dylan, como John Lennon, como John Steinbeck: esa clase de gente de la que aprendí una moral y una manera de ver el mundo. En Chaplin, por ejemplo, no hay “chimpún”. Hay una confianza en el espectador. Él cierra la historia en su cabeza, lo que incluye el riesgo de que a alguien no le guste lo que hacés. O no lo entienda. Pero no me ofende.
—No estaría mal que te ofenda.

—Es que hay algo muy puntual con el arte y el entretenimiento: todo el mundo se siente, y me incluyo, con derecho a alabar y denostar según los gustos personales. Es algo dictatorial y superfacho que tenemos. Cuando vos te parás y decís “Axel canta como un perro” está bien, es tu opinión, pero hay un montón de gente a la que le cabe Axel. Todos tenemos el pequeño dictador adentro y por algún motivo eso está aceptado en cuestiones culturales. Entonces me parece bien cuando la ligo yo.

—¿Ninguna crítica te molesta?

- Lo que quizás molesta un poco es sentir que tenés que estar revalidando el título todo el tiempo.

A lo largo de esos ocho años, Liniers hizo no sólo historietas diarias. Publicó ocho libros que hoy se venden en España, Perú y Canadá; armó junto a Angie –abogada y escritora- la Editorial Común; hizo el arte de tapa de cinco discos (entre ellos Logo, de Kevin Johansen y La lengua popular, de Andrés Calamaro); acaba de inventar –o le inventaron a medida- el género de la “entrevista dibujada” (su primer entrevistado fue Ricardo Darín), y dio recitales junto a Kevin Johansen. Mientras Kevin cantaba, Liniers dibujaba un mural de 32 metros cuadrados y hasta se animaba a tocar la guitarra en algún tema. Esos shows fueron rescatados en un DVD que tiene, entre el material extra, la posibilidad de ver comprimido en un minuto –a alta velocidad- el trabajo que Liniers dibujó y pintó en dos horas.

—Cuando lo miraba por un lado me gustaba, pero a la vez tenía una angustia terrible, porque en cámara rápida yo parecía una impresora. Me veía y pensaba “pobre pibe, qué necesidad de probarle a la gente que es bueno”.

—¿Los artistas prolíficos son inseguros?

—Absolutamente. Mirá a Calamaro, haciendo un disco de ochocientas canciones… Cualquier psicólogo diría “este tipo está tratando de decir ‘miren todas las ideas que tengo”. O sea: es un bicho raro el artista.

Un bicho raro.

Un bicho que navega entre la inseguridad y el ego.

—Y entre esa inseguridad y ese ego uno trata de decir : “¡Miren, dibujo bien!”
Entonces uno mira.

Y es suficiente.

4 comentarios:

Facundo Arroyo dijo...

Anoche comía maní cervecero y escuchaba a una amiga que decía: Me encanta Liniers, me gustaría darle un beso. Nosotros la jodíamos y le decíamos que se parece a Moretti (Manuel). Contó que vio el documental en un cine municipal, que una chica vivió con él dos meses para poder hacerlo, contó que mira siempre todo lo que hace, contó de cuando era chico, de cuando era mediano, contó. ¿Vamos a ver a Kevin el sábado? Dijo y su hermana aceptó.

Afectuosos saludos.

Anónimo dijo...

Hola, Produzco programas para una cadena de radio satelital que abarca 23 países.
Leí su artículo sobre Susana Trimarco. EXCELENTE!!!
Me gustaría contactarla para una entrevista ¿Cómo podemos hacer?

Li dijo...

Mandame por favor tus datos a joselicitra@hotmail.com. Gracias por el interés!
Un beso,
Josefina

Anónimo dijo...

Hola, Produzco programas para una cadena de radio satelital que abarca 23 países.
Leí su artículo sobre Susana Trimarco. EXCELENTE!!!
Me gustaría contactarla para una entrevista ¿Cómo podemos hacer?