viernes, 11 de marzo de 2011

Federico Luppi, para revista El Gourmet

Carne, mucha carne. Los mediodías y las noches: carne. Sobre la mesa de madera: carne. Pescettos fuertes, chorizos frescos, churrascos de dos dedos de ancho. Montañas de papas fritas y huevos y puré embebiéndose en el caldo rojo de la carne. En el aire: carne; el ruido de los bifes crepitando contra el hierro. Carne era lo que se olía y se veía y se escuchaba y se comía en la casa de Federico Luppi, allá en la infancia, allá en Ramallo, allá en los tiempos en los que la carne era la metáfora perfecta de la exhuberancia.

—En mi casa todo siempre fue demasiado.

Su padre, Alberto, era matarife y tenía una carnicería grande y llegaba del trabajo como si viniera de la Guerra del Paraguay: bañado en sangre y bosta. Su madre, Clementina Victoria, era ama de casa y se pasaba el día fregando camisas, botas, bombachas y todos los otros restos de la guerra. Pero no cocinaba.

—Nunca cocinó bien porque siempre hacíamos carne. Ella era de una familia de gringos italianos, y si yo quería comer otra cosa me iba lo de mis tías: tía Rosa, tía María. Ellas hacían buenas pastas.

Con carne. Carne sobre la pasta y carne en las caderas anchas de sus tías: sus traseros eran una forma más de la abundancia.

—Y cuando crecí, la verdad, nunca pude zafar de ese concepto de la infancia: siempre deseé más la cantidad que la calidad. No lo puedo evitar. Si me servís un plato chico yo te mando a la puta que te parió.

Federico Luppi tiene 74 años. Pero dentro de un rato pasará el pan por el plato como si fuera un niño. Viene de hacer una gira con Por tu padre, una obra de teatro junto al actor Adrián Navarro –que probablemente se lleve a la costa en el verano-, y una de las consecuencias de esa tournée es la mala alimentación: las opciones de comida siempre son pasta o carne –una constante en la vida de Luppi- pero no son la pasta y la carne de cuando él era un niño.

—¡Hoy todo es lamentable, mami! Andá a cualquier restaurante y pedí parrillada para dos y es lamentable. Te traen requechos de asado de hace tres horas, una carne hecha de suela de zapato, renegrida, dura, el chorizo que parece un palo de escoba, cuando la carne debe comerse como la comen los vascos: apenas sellada, sangrante.

—Como la de tu padre.

—Como la de mi padre.

Pide un Pineral –una bebida que tomaban los obreros en la década de 1950- y luego elige un plato. Hoy quiere evitar problemas y ordena pescado: abadejo con espinacas a la crema. Luppi tiene fama de cabrón. Sus encargadas de prensa lo tratan con la delicadeza que se prodiga a una granada a la que le han quitado el prescinto. Sin embargo, las dos veces que lo entrevisté –ambas a lo largo de este año- el resultado fue un encuentro con un hombre encantador.

—Cómo estás, mami, tanto tiempo.

Así saluda Luppi. Hoy lleva pañuelo al cuello y traje gris. La mirada está intacta –derecha- y el cuerpo, izado sobre sí mismo, se mueve en ademanes reposados. Luppi es la clase de persona que lleva el pasado encarnado en el rostro: aún con canas, aún sin bigote, aún con la vejez encima, Luppi sigue siendo lo que alguna vez fue: un varón sólido.

Un varón con hambre interminable.

—Cuando crecí y me fui a vivir solo, me faltaba aquello que en mi casa había tanto. Me faltaban los bifes. Me faltaba el chancho que mi viejo mataba en el invierno. Mi viejo, y esto no es fantasía engrandecida por el recuerdo, mi viejo hacía unos chorizos que se te caían los ojos. Es difícil de aceptarlo pero es así: esos chorizos eran la expresión más cualitativa de la artesanía. Con eso no me faltaba más nada. Yo recién conocí la pizza a los dieciséis años. Recién conocí el yogurt a los dieciocho.

Y un día todo eso –la carne, el chorizo, la pizza, el yogurt y cualquier otra forma de abundancia- faltó. Fue pasada la adolescencia, cuando Luppi se fue a estudiar a La Plata. Al principio tenía un empleo en el frigorífico Swift, pero luego renunció en favor de la actuación: había conseguido unos bolos en Canal 7 y decidió apostar a ese trabajo. Seis meses después, ese trabajo se acabó.

—Ahí por primera vez viví la falta de empleo, el hambre. Pero el hambre real, no el literario. El hambre de pasar tres o cuatro días sin comer.

—¿No pensaste en trabajar de otra cosa?

— Ya había renunciado a mi trabajo en La Plata para mantener esta cosa del teatro. Preferí quedarme en una pensión rasposa de mierda y apostar a lo que me gustaba, ir de ronda por los canales todos los días, ir a bares, hacer cola. Así apareció esta dinámica interna tan profunda de la profesión, que es la inseguridad, con la que establecés un matrimonio bastante cordial.

—Pasaste de la abundancia al hambre. ¿Cómo sobrellevaste ese contraste?

—Aprendí a soportarlo como un elemento cotidiano. Ahí empezó el tema de las cantidades. Por decirlo de un modo esquemático y simplista, ante una tortilla pequeña y de hermosa calidad, yo prefería una grande y peor hecha. ¿Por qué? Porque no sabía si al día siguiente iba a comer.

—¿Tan grave?

—Sí, sí. No quiero hacer novela pobre, pero sí: había problemas. Me acuerdo que en una época yo compartía departamento en La Plata con un amigo. Y un día una tía suya, que hacía mucho que él no veía porque no la soportaba, lo invitó a comer unas empanadas. “¿Puedo llevar un amigo?” le preguntó él. Y nada: fuimos a comer y creo que nos masticamos hasta las patas de la mesa. Ese día me di cuenta de que hay dos cosas por las que el hombre es capaz de cosas tremendamente criticables: la comida y el sexo.

Tuvo esposa, novias, mujeres, hijos, nietos. Y, en estos últimos años, tuvo también proezas. Sus últimas parejas conocidas –Emilia Mazer, Cecilia Milone- eran varias décadas más jóvenes que él. Y su actual mujer, la española Susana Hornos, es 37 años menor.

—La verdad que siempre he sido muy dependiente de las mujeres. Medio falderón, sabés. Siempre he caído en amores que matan, con una muy machista predisposición al celo. Es curioso y puede parecer una tontería muchachística, pero nunca vi una mujer, en el sentido posesivo del término, si no me imaginaba casado con ella.

—Un romántico.

—Será, más bien, que vengo de familias muy numerosas, muy campesinas. Nunca se me ocurrió imaginar la figura del amante. Que me haya ocurrido y haya sido parte también de eso que uno llama eufemísticamente las “amistades higiénicas”, sí, claro. Pero siempre tuve la fantasía de que esa mujer que estaba conmigo tenía que ser mi esposa.

Luppi eligió mujeres con el mismo criterio con que eligió trabajos: se imaginaba casado; se imaginaba un escenario permanente. Y eso, al menos en el plano laboral, tuvo consecuencias favorables. Luppi integró los elencos de películas que hoy son clásicos dentro del cine argentino. La Patagonia rebelde, Tiempo de revancha, Plata dulce, El arreglo y Un lugar en el mundo son piezas fuertes dentro del mapa de la idiosincrasia nacional. A ellas se suma, en estos últimos meses, Sin retorno: la brutal y exacta opera prima de Miguel Cohan; un film que aborda de un modo novedoso el tópico de los “accidentes de tránsito” –una tarea difícil luego de Carancho-, que tuvo excelentes críticas, y que es, según Luppi, una muestra acabada de inteligencia y de tacto.

—Esa película va a hacer una muy buena carrera de festivales –dice Luppi.

Sabe de qué habla. Luppi estuvo en todos los festivales. Cinco años atrás, en uno de esos tantos eventos, el presidente del Festival de San Sebastián lo invitó a cenar junto a Robert Duvall. La cita fue en el celebérrimo restaurante Arzak: tres estrellas Michelin y cultor de la ingeniería gastronómica à la Ferrán Adriá. Pronto empezaron a caer los platos: miniaturas gourmet que se comían de un bocado y que obligaron a Luppi y a Duvall a estar dos horas y media esperando y tragando, tragando y esperando.

—¿Te gustó la comida? –preguntó Duvall a la salida.

—Muchísimo –contestó Luppi-. Lástima el trámite.

Ese día, Luppi reafirmó su gusto por la comida de cuchara. Él, dice, prefiere el guiso. El guiso bien hecho. El guiso carrero, el locro, la carbonada, el potaje de lentejas, las arvejas con huevo y choricito, la polenta con salchicha, la sopa de garbanzo con cebolla y tomate triturado: esa comida.

—Esos platos que si te caés adentro te ahogás. Eso me gusta. A mí Arzak y Ferrá, con todo respeto, no me crean ningún tipo de jugo. Si tuviera que pagarlo yo, no aparezco en mi puta vida. Prefiero ir al Cuartito.

—Tu elección parece una cuestión de ideología más que de gustos.

—En parte, sí. Pero sólo en parte. El Cuartito tiene la mejor pizza del mundo. Pero después, sí, hay algo que me molesta mucho y que hace al costado perverso del mundo de la comunicación: te quieren hacer creer que si algo es muy caro tiene que ser bueno. Y yo me niego a eso en cualquier ámbito. Aunque pueda, yo no compro sacos de 700 pesos. Hacerlo me parece de una absurda complicidad. Del mismo modo, ir a comer a lugares caros porque seguro son buenos también me parece una gilada.

—Estamos en Palermo.

—Bueno, yo desafío a todos los restaurantes del barrio: háganme ahora mismo un viejo puchero como en mi casa. Un puchero comme il faut. Un puchero que remita a la calidez de la cocina, al humo, al hollín en la pared, a la gente reunida, a las tías con sus culos: háganme ese puchero.

—¿Cocinás?

—Sí. Me gusta cocinar y me gusta que la gente se siente a comer. Yo quisiera tener una hilera interminable de hornallas, de las que salga una comida también interminable.

—Ésa sería la categoría: “comida interminable”.

—Hay un nombre para eso. Hace un tiempo, en España, un tipo sacó un libro llamado La comida de los mayores, donde explica que las comidas más fabulosas de la historia se hicieron con lo que había en casa. Si leés cómo se descubrió el revuelto gramajo, el tiramisú o la pizza, vas a ver que esa comida tiene la impronta de la exploración de la alacena. Todos eran platos que exigían volver a la condición inicial de un alimento virgen: si lo único que tenías era plátanos, pues entonces buscabas veinte formas distintas de cocinarlos. Si tenás carne lo mismo, y lo mismo si tenías verduras.

Luppi dice “verduras” y súbitamente recuerda a un señor. Se llamaba Joanin Mussi y tenía una quinta enorme allá en Ramallo, allá en la infancia. Cuando Luppi niño iba con la bolsa de la compra, don Joanin siempre le decía, antes de irse, vení pibe.

—Vení pibe, sentate. Tomate una sopa.

Y Federico tomaba. Y luego, cuando su madre se enteraba, le decía lo mismo que diría cualquier madre:

—Pero si yo también te hago una sopa rica, nene, ¿qué tiene la sopa de don Joanin?

Luppi recrea la escena mientras arrastra el pan sobre el último resto de salsa que queda en el plato.

—No sé qué tenía, pero todavía me acuerdo.

Un plato ya blanco, ya limpio, en el que Luppi empieza a reflejarse.

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