viernes, 19 de noviembre de 2010

Temporada de polo


Las buenas yeguas no olvidan. Una vez que aprenden todo (a andar con el pie derecho, a frenar a tiempo, a ser bravas pero obedientes, a dejarse montar con elegancia) pueden pasar los años y ellas sólo sabrán hacer lo correcto. Por eso, en el universo del polo, las buenas yeguas son sagradas. Literalmente sagradas. Las cuidan y las peinan como a una cortesana pero no las dejan aparearse ni por equivocación. Todos los meses, con puntualidad biológica, un grupo de expertos les hace un lavaje y les extrae un óvulo que se fecunda in Vitro con los espermatozoides de un padrillo. Ese embrión, a su vez, no vuelve a ellas sino que es implantado en un vientre sustituto que llevará adelante el embarazo (valor del embrión: 50 mil dólares). Gracias a esta técnica de laboratorio -que alcanza niveles de excelencia en la Argentina- una buena yegua puede tener hasta diez hijos por año sin perder su línea, sin dejar de jugar un solo día y sin saber que alguna vez los tuvo.


Las buenas yeguas saben todo, menos que son madres. Y menos aún que, gracias a los sistemas de transplante embrionario, muchas veces comparten campo de juego con sus propias hijas, dando lugar a una lógica reproductiva que habla más del universo del polo que del animal. Todo, en el mundo del alto handicap, queda en familia. Pero lo más curioso es que esta asociación (la de las yeguas y su reproducción eugenésica, con los clanes de polistas) no la hace un Luis D'Elía cualquiera sino la voz en off de Polo Real, uno de los videos que ven los extranjeros cuando vienen a aprender a jugar este deporte a la Argentina.


"El polo es un deporte de reyes, sultanes y millonarios del mundo entero. Por eso los caballos de máximo nivel están emparentados entre sí, consanguinidad que también se da entre los polistas" subraya una voz en off en el video y deja en claro, sin rodeos, qué busca buena parte de los miles de extranjeros que todos los años vienen a probar una tajada del campo argentino: no les atrae bailar tango o conocer el Obelisco. Ni siquiera los desvela aprender a cabalgar con elegancia. Sólo quieren comprar algo que en teoría no se vende (el estatus) y con ese fin juegan al polo en "el país del polo" -así se ve a la Argentina desde el 2001-, compran caballos de calidad premium y dejan una montaña de dólares -entre 2100 y 4500 semanales por persona- en el bolsillo de un grupo social -criadores, estancieros y jugadores- que durante los '90 había visto en sus campos un gran dolor de cabeza.


¿Pero qué significa "estatus" en el polo? ¿Dónde se ve? ¿Cómo se vende? Un recorrido por las páginas web de algunas de las 150 estancias que ofrecen clínicas en la Argentina da como resultado una sobreabundancia de frases y palabras como "adrenalina", "adicción", "tradición", "sentir", "estar adonde hay que estar" y "no hay vuelta atrás". Buena parte de esas haciendas está emplazada en Pilar, autoproclamada la "capital internacional del polo"; una localidad que -más allá de las áreas altamente urbanizadas- habla en un lenguaje de exportación. Las afueras de Pilar son fáciles de describir: hay mucho pasto, muchos caballos, muchos árboles, muchos boxes de ladrillo y algarrobo, y muchos carteles con la leyenda "lots for sale".


Allí, rodeado de estancias que quizás se le parezcan -entre ellas La Ellerstina, dueña de uno de los equipos de polo más importantes del mundo- está Don Augusto Campo & Polo, un club que funciona todo el año (aunque la temporada alta, como en todo el país, se da de septiembre a marzo) y que tiene su epicentro en un inmenso campo de verde incandescente. En el borde de la cancha hay un árbol con una campana quieta y lo que puede verse es la postal minimalista de aquellos que todos quisiéramos creer que es el campo: pasto lacio, árboles al fondo, un caballo de crines luminosas y un disimulado olor a bosta.


En el medio de todo eso están Eric Wright (un "polo manager" -así se los llama- que juega profesionalmente en San Francisco y que vino al país para comprarle unas yeguas a su patrón) y Abby, una morocha que salta del caballo con la levedad de una paloma y dice que no quiere fotos ni apellidos. Abby tiene una cicatriz en el labio superior y esa marca le da al rostro una belleza distante, alerta. Cuando rondan los cuarenta, las mujeres del polo suelen parecerse a ella: tienen el rostro fuerte, marcado y generalmente intervenido por algún colágeno que borra o estira las arrugas que les hizo el tiempo, pero sobre todo el sol. Abby también es polo manager y está buscando tres tipos de yegua: una grande, lenta y sencilla de manejar. Otra mediana y rápida. Y una tercera pequeña y fácil de llevar. Para elegirlas las monta y las lleva a taquear por el campo. Evalúa su boca (es decir, su capacidad de freno), su aplomo, su relación con el taco (es fundamental que los caballos no le tengan miedo), sus ojos (deben estar sin "nube"), su coordinación de movimientos y su cuerpo sin cicatrices.


-Los extranjeros no saben mucho de caballos y piensan que con cicatriz no sirve -explica Abby-. Es como los que no entienden de autos y, en vez de fijarse en el motor, se fijan en el capot.


Según datos de la Aduana Argentina, se exportan cerca de 4 mil animales por año a un precio que va desde los 5 mil hasta los 15 mil dólares (aunque también están los que se venden por 30 y hasta 200 mil). Esto implica que al país ingresan anualmente, en concepto de caballos, un mínimo de 20 millones de dólares. ¿Adónde van estos bichos? A cualquier parte, incluida -por ejemplo- la Guardia Real de Marruecos, que le compró a la familia del polista Clemente Zavatela (marido de una trilliza de oro) veintiséis animales que fueron facturados al 25 por ciento de su valor real (una diferencia que originó una denuncia por evasión contra la empresa de Zavatela).


Cuando se mira una yegua, sin embargo, todas las chanchadas comerciales quedan lejos. La belleza tiene ese poder anestesiante y estos bichos, como todo lo que es bello, se sobreponen a la inmundicia ajena y a la propia con rozagante hidalguía. Las yeguas son refinadas hasta cuando cagan: lo hacen con el pecho afuera, las ancas dignas y el gesto de estar escuchando la mejor música del mundo. A metros de una yegua en trance, un holandés llamado Paul Van Oostveen -programador de páginas web- dice que estos animales son una adicción. Hace dos años que Paul vive en Argentina y desde hace uno que juega en el club Don Augusto. Viene todos los días y ya compró seis yeguas.


-¿Por qué tantas?


-Porque nunca es suficiente.


Los extranjeros que vienen a jugar al polo se dividen en dos grandes grupos. Por un lado están los europeos, solamente interesados en comer bien y pasarse el día a caballo. Y por otro están los estadounidenses, que hacen de las clínicas de polo un proyecto "all inclusive": quieren amortizar el dinero que pagaron y no dejan un segundo librado al azar. Cuando bajan del caballo salen a ver tango, hacer shopping, pasear por La Boca y dejar fortunas en las talabarterías. En general, ninguno de estos dos grupos habla de "inseguridad". Según Gonzalo Palacios Hardy, manager de Don Augusto, se trata de gente "de mundo" que ya recorrió Asia y África y que no cree que la Argentina sea un país más duro que Zimbabwe.


¿Por qué vienen acá, y no a Zimbabwe? Todos los motivos pueden resumirse en uno: en Argentina hay caballos mejores y más baratos que en cualquier otro lugar del mundo. Esta sería la explicación económica, mientras que la psicológica la da Bautista Heguy en el video Polo Real: "Para muchos el polo es una pasión, pero para otros también es un capricho, es esnobismo, es la posibilidad de acceder a un deporte elitista que les permite codearse con la realeza".


El príncipe Harry de Inglaterra vino un par de veces a la estancia El Remanso, en Lobos, para mejorar su taqueo de la mano del polista Eduardo Heguy. E incluso el actor Tommy Lee Jones -perteneciente a la realeza de Hollywood- se hizo habitué de la estancia La Mariana y hasta devino el padrino de su equipo de polo. "Pensar que, en un principio, sólo vine a la Argentina a aprender un poco a jugar al polo, a comprar unos caballos y a comer buens asados -dijo-. Ahora vengo una o dos veces por año para no perder mis prácticas. Aunque sigo sosteniendo que, al lado del polo, trabajar en películas de cine es muy fácil".


Claludio Uras, 31 años, petisero de Don Augusto, advierte que -si sólo se quiere estatus- es más fácil comprar un palo de golf y una pelota. Con el golf no es necesario tener tanto estado físico, es casi imposible romperse un hueso y es definitivamente menos riesgoso en términos económicos.

-Trabajar con caballos es como trabajar con alhajas, con la diferencia de que un collar no se te retoba -dice Claudio-. Una vez, en la estancia anterior donde trabajaba, se escapó un caballo de casi treinta mil dólares. Se fue a un campo vecino, comió mucho, se empachó y le agarró un cólico. Cuando el cólico es fuerte el caballo se hincha y ya no sirve más para polo. Por suerte este zafó, pero quedó un poco tonto, perdía el equilibrio. Casi me mato.


Claudio tiene 32 años, una mujer, dos hijos y media vida al servicio del polo. Nació en Pehuajó y, ya en la adolescencia, lo contrataron en una estancia para preparar caballos. Tenía que amansarlos, adelgazarlos, acostumbrarlos al taco y someterlos a un trabajo de ablande no sólo físico sino también sentimental. A diferencia de otros petiseros, Claudio tuvo la posibilidad de aprender a jugar. Ahora participa de las prácticas con extranjeros, aunque su principal tarea está a los pies del caballo: les hace la cama (con aserrín o viruta), los cepilla, les trenza la cola, los afeita y los alimenta.


"Los petiseros son el 50 por ciento del éxito de un equipo" dice Bautista Heguy en el video Polo Real. "Un buen petisero es como un buen contador o un buen abogado: hace al éxito de tu empresa" agrega Juan Ignacio Merlos, de la estancia La Dolfina.


Claudio, responsable entonces del 50 por ciento de esta historia, vive con su familia en la estancia Don Augusto. Su casa consiste en dos ambientes pequeños que antes tenían cocina compartida, y ahora es individual.


*


El polo tiene su origen en el llamado Sagol Kangjei, un deporte que se jugaba en la India unos 300 años antes de Cristo. Muchos siglos después, el colonialismo inglés se apropió de esta práctica y finalmente la trajo a la Argentina en el siglo XIX. El polo se fue transformando, en este país, en un deporte de confraternización entre inmigrantes sajones. Hasta que el 30 de agosto de 1875 se jugó el primer partido oficial. Aunque la mayoría de los jugadores era inglesa, el polo se empezó a difundir entre los argentinos. El motivo de esa adopción lo dio una crónica periodística de la época: "El polo resulta particularmente adaptable a un país de centauros como la Argentina, donde los campos son tan lisos como tableros de ajedrez y los caballos denotan admirables condiciones y entrenamiento para la lucha".


En 1895, la primera delegación de polistas criollos jugó en Londres -le fue muy bien- y desde entonces el polo argentino mantuvo el primer lugar dentro de los equipos internacionales. El mejor ejemplo de que el polo local es superior al del resto del mundo lo da la inscripción al Campeonato Abierto de Polo de Palermo (el mayor evento deportivo del rubro a nivel internacional): para anotarse, es requisito básico que los jugadores tengan un handicap superior a los 28 puntos. Pero hay pocos equipos extranjeros que cumplan con este requisito.

-Existen torneos altamente prestigiosos, pero no existe el mundial de polo -explica Gonzalo Palacios Hardy-. La razón, justamente, es que si hubiera un mundial siempre ganaría la Argentina, y así no tiene gracia.


El polo se maneja por temporadas. La más alta va desde septiembre hasta principios de diciembre, y en ese lapso de tiempo se concentran todos los torneos y campeonatos de alto nivel. La baja, en cambio, arranca en otoño, cuando la lluvia llena los campos y vuelve todo más difícil.


-No estoy acostumbrado a los inviernos.


El que habla es Emiliano Blanco, 32 años, polista, él dice que mediocre. Lo conocí seis meses atrás, cuando de polo entendía menos que ahora y quise hacer esta crónica suponiendo que el polo era una fiesta todo el año. Esa tarde Emiliano estaba solo, callado, padeciendo el invierno, fumando Philip Morris con boquilla transparente y dejando que el sol frío le pegara en el cabello rubio con un golpe distante, como en una escena del Gran Gatsby.


-Cuando llueve todavía es peor: directamente no sé qué hacer.


Emiliano jugó en Santa Fe, Nuevo México (Estados Unidos) durante una década, y de allí se trajo varios clientes gringos. Ahora es reconocido por sus pares como uno de los que mejor maneja el negocio de los extranjeros y el polo. A su estancia -llamada Don Manuel y ubicada en Cañuelas- llegan profesionales que quieren ponerse en forma para la temporada europea, estudiantes de universidades inglesas que tienen un convenio con la estancia, y también turistas que aprovechan la devaluación para comprar, a precio moderado, la pertenencia a una casta a la que pertenecen pocos.


La tarea de Emiliano es grata, dice, pero no es rentable. Una cosa es ser un polista 10 de handicap, que cobra un mínimo de 300 mil dólares por jugar la temporada inglesa (y luego usa ese dinero para solventar la temporada en Argentina). Y otra cosa es ser como Emiliano.

-Si sos mediocre como yo, el tema de las temporadas y la llamada "vida de polo" te termina cansando, porque vivís de viaje, no formás nada en tu país, y el dinero que ganás afuera ni siquiera sirve para armarte acá un buen futuro. En un momento empezás a ver que la vida se va rápido y entonces muchos chicos como yo piensan que una forma de seguir viviendo del polo, pero en Argentina, es traer extranjeros. Quieren aprovechar porque piensan que es fácil. Que el extranjero es un tipo al que le vas a sacar dólares así nomás: dándoles asado y haciéndolos jugar con petiseros. Pero yo no hago eso, y así estoy: extenuado.


El campo de Emiliano -una infinidad de hectáreas con facilidades cinco estrellas- es el resultado del patrimonio familiar, al que Emiliano sumó sus doce años de trabajo en Estados Unidos. Emiliano nunca, en las últimas dos décadas, se tomó vacaciones. Cada vez que cerraba una temporada de polo volvía a Cañuelas para comprar ladrillos.


-Y está bien porque el lugar es mío y el día de mañana haré un negocio inmobiliario. Pero para hacerlo como negocio para turistas no es rentable. Sólo cierra si sos como el dueño de El Metejón: un extranjero que vio el negocio inmobiliario y entonces usa el polo para captar extranjeros para que le cmpren la tierra. Pero yo no hago eso. Entonces muchos amigos me dicen "quiero vender polo en Pilar, me compré unas hectáreas" y yo trato de explicarles, sin tirarlos abajo, cuáles son los problemas.


-¿Y cuál sería el problema?


-Que dejás la vida acá. Que no sé lo que es ir al cine. Por algo estoy soltero.


-¿Entonces por qué te metiste en esto?


-Porque a la vez amo los caballos, y porque mi papá vive acá. Mi papá es un tipo que vino muy de abajo. Y yo quiero que mi viejo viva en el mejor lugar.


Emiliano es uno de los pocos personajes dedicados al polo que no tienen origen patricio. Su padre trabajó en el rubro de la carne hasta que dos enfermedades contraídas en el trabajo -una broncoestasis y una tuberculosis- le hicieron pasar demasiados años en cama. Mientras su padre trabajaba, Emiliano iba a la escuela y jugaba al pato. Pero jugando se quebró las dos piernas y, tiempo después, un amigo de la familia directamente se mató. Cuando supo la noticia, su padre fue claro:


-Hacé lo que quieras con caballos -dijo-, pero olvidate del pato.


Así empezó Emiliano con el polo. A los dieciséis años viajó como petisero a Australia, y algunos años después hizo su base de trabajo fuerte en Estados Unidos.


A veces, cuando tiene tiempo de pensar en algo, Emiliano piensa en lo que él podría haber sido.


-Acá están los mejores polistas del mundo por el mismo motivo por el que tenemos los mejores caballos. Por un lado, el costo de hacerte jugador de polo, si tu familia juega al polo, es barato. Y por otro, hay un tema cultural: en Estados Unidos o Inglaterra, cumplís diecisiete años y tu viejo, por más que sea millonario, te obliga a ir a la facultad, a trabajar para pagarte los estudios, y recién cuando terminás con todo eso podés dedicarte al polo. Es decir que llegás grande y sin una cultura del caballo. A mí me han llegado adolescentes de Inglaterra; los padres los mandaban pero me decían: "No lo hagas jugar todo el tiempo: que aprenda a barrer, a lavar: que trabaje". Es otra mentalidad. En cambio, en Argentina, si terminás el secundario y tenés familia con dinero ellos te pagan todo.


-¿Y eso te parece bueno o malo?


-La verdad... el estilo sajón me parece una pérdida de tiempo. Mi papá me hizo empezar a trabajar a los doce años. Y si me comparo con los chicos que empezaron conmigo con el polo, llegaron a más que yo porque tuvieron el tiempo y la cabeza más libres para pensar en eso. Yo a los diecisiete manejaba un matadero de vacas, iba a la facultad de noche y además jugaba al polo.


-Creés que si hubieras sido más consentido te habría ido mejor como polista.


-Sí.


Aunque no es un gran polista, Emiliano es una referencia ineludible para las clínicas de polo que se hacen para extranjeros. Por ese motivo ahora, en septiembre, llegaron hasta él Aaron y Marcus, dos estadounidenses de treinta y tantos años que en este momento montan un caballo fijo -una especie de animal de Troya en miniatura-, miran a un frontón, y empiezan a taquear para mejorar la técnica y precalentar el cuerpo para un partido que se jugará dentro de media hora.


Aaron se apellida Ball y tiene 37 años, pantalón blanco, botas de caña alta y un castellano correcto. Trabaja como abogado de una petrolera en Houston -a la que pertenece Marcus- y vino a esta estancia recomendado por el Club de Polo de Houston, del que es miembro desde hace un mes.


Un mes es poco. Ayer Aaron se cayó del caballo, aunque mantiene el optimismo.


-Emi tiene reputación muy buena en Estados Unidos -dice-. El polo se está haciendo popular entre personas entre 30 y 40 años. Ahora todos quieren venir a Argentina. Es el único lugar en el que piensas para hacer polo. No hay sitio en el mundo como éste.


-¿Y la política? ¿Sabe algo del país?


-Prestamos atención a la política, sí. Por ejemplo, el problema entre el campo y el resto. Y también hay interés en desarrollar acá los recursos petroleros. Argentina es más europeo que latino. Los creemos más parecidos a nosotros. Por eso nos gusta. Y porque es más barato que Europa. Hace dos meses tuve un casamiento en Inglaterra y es 2.2 pound el dólar. ¡Qué caro!


A su lado, montado sobre el caballo fijo, Marcus parece estar en otro mundo. Viste jeans -y no pantalón blanco, como se acostumbra en polo- y asiste a las indicaciones de Emiliano con la expresividad de una hoja en blanco. Marcus es la clase de personas que parecen no entender el idioma ni siquiera en su propio país. En la mayor parte de los casos, uno diría que eso significa "ser tonto"; pero en el caso de Marcus -ejecutivo de una petrolera- eso suele llamarse "estrategia".


-Aaron tiene una facilidad natural, quiere hacer las cosas mejor -dice Emiliano-. Pero Marcus no. Marcus no le pone ganas.


-No lo digas en voz alta que te va a escuchar.


-No, no: yo se lo digo en la cara. Le digo "Marcus, poné ganas".


-¿Y él qué hace?


-Nada.


Como mínimo, son necesarias cinco clases para aprender las posturas básicas del polo. En cualquier clínica para principiantes, lo primero que se enseña es a dominar un caballo, luego a mover el cuerpo y finalmente a pegar a la pelota lo mejor posible. Luego están las prácticas en la cancha. En este caso, Emiliano convocó a otros polistas amigos para que jueguen con Aaron y Marcus, a cambio de permitirles promocionar sus caballos para la venta. Por eso ahora, en el establo, a minutos nomás de jugar un partido, ocho personas se suben a sus yeguas de un salto.


-Che -interrumpe un polista desde las alturas-, decile al fotógrafo que me haga todos los planos que quiera, pero que me saque al caballo sin culo.


El que habla es Carlos Sciutto, jugador y hacedor de caballos que vino a hacer las prácticas con los estadounidenses. Sciutto está muy preocupado por la cola de su yegua: está despeinada.


-Este es un deporte de caballeros, por ende es un deporte elegante y todo debe estar perfecto, ¿entendés? El caballo debe estar descolado, bien tuzado, sin pelo en las patas, las orejas, en fin. Estos son caballos nuevos que van a hacer la temporada ahora, entonces esto es una guerra contra los pelos, ¿entendés? ¿Vos te depilás?


-Sobre todo en temporada.


-Bueno, ellas también.


El culo de las yeguas es sensual. La cola trenzada, la carne dura y las ancas tan abiertas recuerdan bastante a la hondura existencial que proponen las portadas de revistas para hombres. Las yeguas, además, están mejor peinadas que yo: llevan las colas trenzadas y en rodete, y a su vez ese rodete es de una tirantez tan perfecta que podría concursar en un certamen de peinados penitenciarios. Sobre una de esas yeguas, entrando al campo de juego, está Aaron. La novedad es que lleva puesto un casco extraño. A diferencia de las gorras de los demás jugadores, Aaron usa un accesorio que podría protegerlo de una guerra mundial.


-Para los gringos toda protección es poca -aclara Sciutto.


En rigor, toda protección es poca ya no para los gringos, sino para el polo en general. No existe profesional que conserve su osamenta sana. Ignacio Figueras -considerado el Brad Pitt del polo y convocado para sus campañas por la firma Ralph Laurent- tiene una cicatriz cerca del ojo y la nariz rota. Horacio Heguy perdió un ojo de un tacazo en 1995, y una década después se cayó del caballo y terminó en terapia intensiva, con tres costillas rotas y un pulmón perforado. En cuanto a Emiliano, llegó de su reciente temporada en el extranjero -estuvo dos meses dando clínicas en Inglaterra y Estados Unidos- con la tibia y el peroné hechos puré.


Los partidos de polo duran seis chukkers o chacras: lapsos de siete minutos cada uno, que es el tiempo que un caballo puede correr sin parar y sin deshidratarse. En un partido de alta competencia puede llegar a haber treinta goles. Pero en la práctica en Cañuelas, más que goles -hubo dos- se escucharon frases coom "Go! Go! Go!" y "Come on, Marcus, score!!!" (¡Marcus, hacé un punto!). Después, más allá de las palabras, estuvieron los famosos "hechos". Aaron se cayó dos veces. Y el segundo episodio fue casi dramático.


Un rato después, con Aaron completamente entero y en manos de una masajista, Marianela Castagnola -una de las mejores polistas mujeres del país, invitada a jugar este partido- diría que Aaron cayó "como una bolsa de papas porque no sabe montar". Pero en el momento exacto del desplome, lejos de cualquier hipótesis, lo que pudo verse fue una yegua frenando maliciosamente, y un pobre tipo hecho estampilla contra el suelo.


Aaron quedó sobre el pasto, boca arriba, con el casco puesto y los brazos en cruz.


-Aaron... are you okay?


-Ouch.


Detrás de Aaron, a cincuenta metros, la yegua se veía cada vez más chica, cada vez más lejos, galopando con la desesperación de los que necesitan mantener algo a salvo, quizás la elegancia.

sábado, 23 de octubre de 2010

Sushi popular, o cómo sentirte una forra

Y un día el sushi llegó a Floresta.
Con Juan estábamos contentos porque cada tanto nos gusta comer sushi y porque el local estaba a cincuenta metros de casa. Bueno, "local". Era un galpón tenebroso del que salían motos con la inscripción "Sushi Pop", pero a quién le importa la fachada cuando se trata de sushi en Floresta: dos palabras que hasta el momento nunca habían ido en una misma línea.
Tuvimos la primera sorpresa cuando Juan se acercó a "Sushi Pop" y quiso entrar. Se le fueron al humo cuatro motoqueros al grito de "no, no, esto se pide por teléfono". Okey. Por teléfono. A quién le importa pedir solo por teléfono.
Busqué el teléfono en Internet: "Sushi Pop. El primer sushi para todos" decía la página y casi me emociono. La filosofía Nac & Pop llevada al sushi, qué grossos. Qué grossos los de Sushi Pop.
La segunda sorpresa ocurrió cuando llamé y la centralita sólo me derivaba a cinco locales: Martínez, Belgrano, Palermo, Centro y Caballito. "¿Y el local de Floresta?" pensé. Corté y volví a llamar: seguramente había un error, estas centralitas andan tan mal... Pero otra vez me encontré con las cinco opciones: Martínez, Belgrano, Palermo, Centro y Caballito. Marqué Caballito porque es lo que me queda más cerca: si vos salís de Floresta llegás a Flores, y si pasás Flores llegás a Caballito.
- En realidad yo quiero hablar con el local de Floresta -le dije al pibe que me atendió.
- No, no -me corrigió él- para hacer tu pedido tenés que hablar con el local de Caballito.
- ¡Pero si a cincuenta metros de mi casa tengo un galpón de Sushi Pop! -le dije- ¡Sushi Pop tiene un local en Floresta!
- Esa no es información pública -el pibe quería ser didáctico-. Nosotros no tenemos la culpa de que vos vivas a media cuadra.
El diálogo era inútil. Pedí el sushi a la sucursal Caballito y cuando estaba por cerrar el pedido llegó la tercera sorpresa.
- ... y cinco pesos de recargo por el envío -me dijo.
- ¿Cinco pesos? ¡Pero vivo a media cuadra! ¡Lo voy a buscar yo!
- No, no. Esto es sólo delivery. Los precios están estipulados -estipulados, dijo: éste terminó el secundario- según una tablita que está en la web.
Entonces volví a revisar la página de "Sushi Pop, el primer sushi para todos" y leí la tablita:
Envíos a Caballito: 3 pesos.
Envíos a Almagro, Boedo, Agronomía y Paternal: 4 pesos.
Envíos a Flores y Floresta: 5 pesos.
- No entiendo -le dije al nene de Sushi Pop-: si yo viviera en Caballito, a treinta cuadras de acá, ¿pagaría menos que viviendo a media cuadra?
- Así es la tablita -contestó Sushi Pop.
Lo que "Sushi Pop, el primer sushi para todos" está diciendo es que si sos de un barrio ratón tenés que pagar más caro no porque vivas lejos, sino porque sos ratón. Y porque el sushi -ya me queda claro- para todos no es.

jueves, 26 de agosto de 2010

Un posible intercambio


Ella era feliz.
Su marido era escritor.
Sus amigos eran escritores.
Tenía casa en Malibú.
Sus amigos escritores también tenían casa en Malibú.
A la noche, todos se juntaban a cenar y hablaban de W. H. Auden y de cómo hacer buenos suflés.
Ella era fácil y sofisticada. Ella era hermosa. Qué hermosa era Joan Didion.
Subía a los aviones descalza.
Una noche, a poco de cumplir cuarenta años de casados, ella y John Gregory Dunne -su marido- encendieron la chimenea. Él leía y tomaba escocés con hielo. Ella preparaba la cena.
Hasta que ocurrió el suceso.
Ella todavía lo dice así: el suceso.

La vida cambia rápido.
La vida cambia en un instante.
Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba.

Eso escribió Joan Didion dos o tres días después de que su marido se desplomara de un infarto frente a la mesa del comedor; ocho días después de que su hija fuera internada por una neumonía seguida de choque séptico, y diez meses antes de que su hija muriera en un hospital.

Entonces, la pregunta es si la felicidad se paga.

jueves, 19 de agosto de 2010

Día 18 de las vacaciones

Cómo me cuesta la constancia. ¿Hace cuánto que no escribo acá?
Cosas que hice hoy:
Recorrer Toledo, después de tantos años.
Ir al "Museo de la Tortura" (sic), también en Toledo. Ahí estaban todos los utensilios que usó la Inquisición para matar a los herejes. Qué sofisticados nos volvemos cuando queremos hacer daño.
Después comí sándwiches. Después saqué una foto a una pareja de rusos muy enamorados. Después entré a la Catedral de Toledo. Después le dije a Joaquín que si seguía jodiendo lo iba a mandar a confesarse.
Qué es confesarse, preguntó. Contarle a un cura las cosas que hacés mal, le dije. Y el cura qué hace, preguntó. Te manda a rezar. Y qué es rezar. Hablar con Dios. Pero Dios no existe, dice Joaquín. Es cierto, le dije. Vámonos. Y nos fuimos. A Mc Donald's. Que también está en todas partes.

martes, 18 de mayo de 2010

Y un día como este llorás de felicidad


Carta abierta a Emilia.

La mañana del día que naciste me fui hasta Mataderos a buscar los chorizos que nos donó un carnicero mediático para hacer un festival solidario con choripaneada incluída. No me preguntes por qué, pero mientras iba manejando tuve la sensación de que tu llegada a este mundo era inminente. Para ese momento el colectivo de trabajadores del diario Crítica de la Argentina -que tu mamá y yo integramos- ya llevaba dos semanas de paro y tres días de permanencia pacífica en el lugar de laburo, por algo tan sencillo y elemental como reclamar que nos paguen los sueldos que nos deben. Esa tarde, después de poner los choris a resguardo en la cámara frigorífica de la pizzería que está enfrente de la redacción, fuimos con tu vieja a la doctora y nos dijo que "el cuello empezaba a madurar" pero que todavía faltaban "un par de días". Nos fuimos un tanto decepcionados por el diagnóstico, la dejé a tu vieja en casa y volví al diario donde los compañeros organizaban todo para el día siguiente. Mi ánimo estaba por los zócalos, las ganas de pelear intactas pero con las fuerzas bastante extintas, experimenté mi primer bajón de todo el conflicto. Ana, una de nuestras compañeras, se dio cuenta y se me acercó para animarme. "¿Cuándo viene Emilia?", me preguntó y yo instintivamente le respondí: "creo que está por llegar", animándome a contradecir los pronósticos de la mismísima ciencia. En eso estaba cuando de pronto sonó el celu: "Mau, ¿podés venir a casa? me parece que tengo contracciones". La voz de tu mamá confirmaba mis mejores sospechas. Trabajo de parto mediante, llegaste a este mundo a los trece minutos del domingo 16 de mayo, justo cuando en la redacción ocupada los chicos empezaban a desplegar sus colchones y sus bolsas de dormir para esperar el dia de la choriceada. Mientras te veía salir del vientre de tu vieja, no pude dejar de imaginarmelos a todos pariendo este conflicto originado en la avaricia de los poderosos y resistiendo el embate de estos personajes siniestros que manejan el producto de nuestro esfuerzo como se les dá la gana. Y te imaginé dentro de unos años, preguntándome que estábamos haciendo el día que naciste. Y me imaginé respondiéndote: "pariéndote junto a mis 180 compañeros".

Mauro Federico, trabajador de Crítica de la Argentina (y papá de Emilia)

sábado, 10 de abril de 2010

Dónde van las hormigas cuando cierra un diario (o casi)

Después de escribir hasta torcerme los tendones
y sentir las yemas ni siquiera en llamas:
perdidas
idas
y hacer cuentas:
así pasó el cuarenta y cuatro por ciento de mi vida
haciendo en el teclado ruidos, ruiditos
de hormiga
pesadillas de pulga
después de eso pienso:
¿para qué?
para qué
realmente: para qué.
Quién se tragó esa tinta chica y dónde la dejó
cagada
en qué montículo de mierda
en qué resto está todo lo escrito
Y más: dónde va a quedar
lo que no escriba.

lunes, 22 de febrero de 2010

Clara y la oscuridad

Clara Anahí Mariani nació el 12 de agosto de 1976. Tenía, desde un primer momento, un cuerpo y un nombre. Y padres. Su mamá se llamaba Diana Teruggi y estudiaba Letras. Su papá, Daniel Mariani, era economista. Ambos vivían en La Plata, la ciudad donde se conocieron, donde compraron una casa modesta –ubicada en la calle 30 entre 55 y 56-, donde tuvieron una hija, donde fueron asesinados y donde Clara Anahí Mariani desapareció.
Ocurrió el 24 de noviembre de 1976. Clara tenía tres meses. Esa mañana Diana se preparaba para llevarla, como todos los lunes y los miércoles, a la casa de su suegra. Pero nadie llegó a ninguna parte. En algún momento, la casa fue rodeada por tanques de guerra, helicópteros, patrulleros y doscientos miembros del Ejército. Todos estaban al mando de Ramón Camps -entonces jefe de la policía bonaerense- y querían sangre. No queda claro si alguien dijo “ahora”. Sólo se sabe que la balacera reventó hasta el alma de las cosas. Y que Diana pudo, tras la primera descarga, esconder a Clara en una bañera, bajo una pila de almohadones.
En la casa de Diana, Daniel y Clara funcionaba una imprenta de Montoneros, a la que se accedía de un modo solapado. Allí se editaba la revista Evita y una serie de publicaciones que echaban algo de luz sobre las muertes, las torturas y las desapariciones que eran fantasmas innombrables por buena parte de los medios de comunicación. Se sabe que al gobierno militar cierta prensa le molestaba mucho, entre tantas otras cosas que también le molestaban mucho.
Diana fue acribillada bajo un limonero. En la unión de dos paredes –un rincón donde hoy se concentran decenas de agujeros de bala- fue asesinado Daniel Mendiburu Eliçabe, el marido de Feli, el papá de Pablito, el hermano de Fideo y Cali (Feli, Pablito, Fideo, Cali: los nombres de una parte de mi infancia; los compañeros de exilio de mi padre). También mataron a Roberto César Porfirio, Juan Carlos Peiris y Alberto Oscar Bossio, y volaron ventanas a punta de bazucas porque, en fin, a los militares les gustaba el tema de llegar de a cientos y en tanque, aunque “el enemigo” consistiera en cuatro personas y un bebé.
Los únicos que no murieron esa tarde fueron Daniel Mariani –no estaba ahí, aunque sería asesinado ocho meses después- y Clara. Su llanto se escuchó cuando llegó el silencio. Y después no se escuchó otra cosa. Clara fue entregada a Ramón Camps y desde entonces crece en otra familia. Tiene mi misma edad: 34 años. Y un nombre que no es el suyo. Como todo lo demás, que tampoco es suyo. No tener nombre es no tener nada.
La abuela de Clara se llama María Isabel “Chicha” Chorobik de Mariani, es fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo y está viejita. Así lo dice el mail que recorre las casillas de muchísima gente estos días: a los 87 años, Chicha Mariani está viejita y, como todos los viejos, tiene la urgencia de los asuntos pendientes. Chicha busca a su nieta desde que encontró sus ropas mínimas entre los escombros de la calle 30. Un comisario le confirmó, en ese momento, que su nieta estaba viva y que había sido colocada “muy alto”. Lo mismo le dijeron un monseñor y un capellán de La Plata. Chicha, entonces, llegó lo más alto que pudo. Tiene varios motivos para sospechar que su nieta podría ser Marcela Noble, la hija apropiada de Ernestina Herrera de Noble.
No es fácil. No va a ser fácil. Chicha tiene 87 años y está viejita.
Quizás algún día yo también sea abuela. Pero por ahora la cuestión del afecto es sólo esta suposición: cuando veo a mi madre querer a mi hijo, intuyo que el amor por un nieto es muy superior al mito alcanforado de la “tercera edad”. Lo más preciado de lo más preciado: eso será un nieto. Un número elevado a su propia potencia, un último y desesperado aprendizaje.
Hoy hay 400 Abuelas de Plaza de Mayo –nacidas en 1977 como Abuelas Argentinas con Nietitos Desaparecidos- buscando el único eslabón que las tiene atadas a los días. Morir sin encontrarlo, en el fondo, es haber vivido en una especie de inframundo. ¿Entonces es posible morir más de una vez? Claro que sí. Ellas saben que sí.
“Está comprobado que sobreviviste y estás en poder de alguien. Ya tienes 34 años y tu número de documento probablemente sea cercano al 25.476.305 con el que te anotamos. Yo quisiera pedirte que busques fotos de cuando eras bebé y las compares con las que acompañan este texto (…). A mis más de 80 años mi aspiración es abrazarte y reconocerme en tu mirada, me gustaría que vinieras hacia mí para que esta larga búsqueda se concretara en el mayor anhelo que me mantiene en pie, el que nos encontremos".
Eso, en síntesis, dice la carta que hoy circula por la web. Dice, además, que el tiempo es poco, que hay que difundirla pronto y que todas las vías valen la pena. Ésta incluida.

sábado, 13 de febrero de 2010

Queríamos tanto a Sylvia

El 11 de febrero de 1963 –hace 47 años- la escritora Sylvia Plath se suicidó metiendo la cabeza en el horno. Y con ese singular final concluyó una vida que puede leerse como una pieza narrativa en sí misma –Sylvia estuvo internada en un psiquiátrico, recibió electroshocks, quiso matarse demasiadas veces, se casó con un hombre bello y talentoso-, aunque también como una representación descompuesta de lo que era, y en cierto modo sigue siendo, el mito de la realización femenina.
Sylvia fue una gran escritora. Su vida reunió todos los atributos para volverse película de Hollywood –de hecho, se filmó una y el papel lo interpretó Gwyneth Paltrow- pero lo cierto es que su obra fue muy superior a cualquier mito decorado por el marketing. Ni siquiera es que lo suyo fuera un don: era el resultado de una virtud y una filosa mirada poética, pero principalmente de la búsqueda extenuante y dolorosa de la perfección. Sylvia estudiaba las palabras como un entomólogo estudia las partes de un insecto. Las desarmaba, las miraba, las hacía dialogar con el resto del cuerpo, y las ponía a trabajar en pos de un objetivo: la trascendencia literaria. Porque Sylvia, lo dicho, era una gran escritora. Una mujer de letras exquisitas que un día se enamoró del poeta Ted Hughes; que otro día parió dos hijos; y que un tercer día supo lo difícil que puede ser buscar el prestigio vocacional, estar casada con un escritor igualmente ambicioso, y llevar adelante una casa y una crianza bajo una premisa incuestionable: como Hughes necesitaba cultivar su perfil artístico, ella –por épocas- debía enseñar en universidades para llevar un ingreso fijo al hogar.
Ella aceptaba este reparto de tareas. Porque Sylvia, lejos de ser “la loca” que tantos biógrafos retratan, era una mujer empeñada en “ser plena” y seguir los preceptos morales que la “plenitud” deparaba a una mujer de clase media americana: quería casarse con el marido perfecto, ser una esposa perfecta, ser una madre perfecta y ser perfectamente feliz. El problema –la fisura- es que también quería escribir. Y que vivía oscilando en la eterna contradicción que sintetiza en una línea de su poema “Los maniquíes de München”: “La perfección es terrible, no puede tener hijos”.
Pasó desde entonces medio siglo, y lo curioso es que la historia de Sylvia es de una rotunda actualidad: las mujeres, salvo excepciones, siguen pagando por su vida emancipada. En su reciente libro –llamado ¿Quién paga? El dinero en la pareja del siglo XXI- la periodista Leni González, colega de Crítica de la Argentina, habla de las diversas formas en que esposas y concubinas absorben los costos domésticos de “ser independientes”. Las mujeres, se deduce de los casos presentados en el libro, pagan porque mantienen a un preclaro que se cree Baudelaire y no quiere “transar con el mercado”; pagan porque el marido se quedó sin trabajo y si bien se apaña como amo de casa –lleva a los nenes a la escuela, hace la comida- el baño no lo limpia ni amenazado de muerte; y pagan porque ante dos personas que desean crecer profesionalmente –por caso, un varón y una mujer quieren hacer sendos posgrados-, la prioridad suele ser para el hombre.
Las mujeres de hoy, en síntesis, se parecen bastante a las mujeres “libres” de hace medio siglo. En ese entonces –ciudad de Boston, fines de la década de 1950- Sylvia Plath dedicaba media jornada a la escritura, mientras que Ted Hughes le destinaba al arte una jornada completa. Linda Wagner-Martin, autora de –a mi entender- su mejor biografía, cuenta algunas escenas muy tristes: Sylvia pasando la aspiradora entre los pies de Hughes mientras él escribía y tiraba papeles al suelo; Hughes riñiendo a Sylvia en público, por no haberle cosido algún botón de su ropa; y Hughes haciendo listas de temas sobre los que él creía que ella podía escribir.
El gran logro profesional –y personal- de Sylvia fue zafar de esas listas. Y animarse a escribir, como lo hizo en un poema, “Yo/ Soy la flecha”. El detalle es que Hughes no soportó ese cambio –o al menos eso se deduce de lo que vino después- y se buscó una amante y luego promovió un divorcio, y la dejó a Sylvia –de por sí un insecto frágil: una palabra- lírica, filosa y sola; peligrosamente a la intemperie. En ese estado, entonces, Sylvia metió la cabeza en el lugar que oficiaba como destino de toda mujer de su época: el horno. En mis ratos más morbosos hasta puedo imaginarla: un 11 de febrero de hace 47 años, durmiéndose y muriéndose con las ondinas del gas, y escribiendo, de esa manera iracunda y femenina, su último poema.

martes, 19 de enero de 2010

Estos muertos y los otros

“Haití es aquí.”
Caetano Veloso


El “hombre de la bolsa” –el verdadero- existió en Haití. Se lo aludía con el término Tonton Macoute; una expresión en dialecto creòle que aparecía en las historias para niños, y que a mediados del siglo XX irrumpió en la vida real de todo un pueblo. Tonton Macoute fue también, sobre todo, además de un fantasma de la infancia, el nombre de las fuerzas paramilitares que instalaron un régimen de terror en Haití durante los tiempos de François Duvalier (famoso como Papa Doc): un tirano que llegó al poder en 1957, que en 1964 se autoproclamó “presidente vitalicio” y que se perpetuó catorce años en su cargo, para luego ser sucedido por su hijo Jean-Claude Duvalier (Baby Doc), quien estuvo al mando durante quince años más y se valió también de estos grupos de tareas.
Pertrechados con lentes oscuros y machetes de cañaveral –y solventados por el 40% del presupuesto público de Haití- los Tonton Macoute, cuyo nombre oficial era el de “Voluntarios para la Seguridad Nacional”, fueron la mano ejecutora de una de las dictaduras más sangrientas que tuvo América Latina. Edwige D’Anticat, una escritora haitiana que documentó sensible y terriblemente la historia de su país, cuenta en sus libros –mucho más elocuentes que cualquier relato periodístico- que en tiempos de Papa Doc la vida era un infierno. Medio millón de personas huyeron del país y muchos otros miles murieron en su tierra.
Por las calles de Port-au-Prince, en esas épocas, podía verse mujeres caminando con los ojos vacíos y la cabeza de sus hijos en la mano; perros lamiendo las caras de los muertos; y miles de macoutes entrando bárbaramente a las casas de familia. Si había una madre y un hijo, les ponían una pistola en la cabeza y obligaban al hijo a acostarse con la madre. Lo mismo con las hijas y los padres. La escena tan temida llevaba a muchos padres a dormir con sus sobrinas, de modo que -ante una irrupción- no hubiera la obligación de vulnerar a la propia cría (en algunas oportunidades, para evitar la violación o la muerte, las familias entregaban a los macoutes todo aquello que tenían: la casa, la tierra. Y aún así –si no huían- podían ser asesinados).
Papa Doc también mataba con hambre. En los peores años, los más pobres resistían con una pizca de sal bajo la lengua y con té de pulpa de caña (que elimina gases y mata los parásitos que agudizan la sensación de hambre). Nada muy distinto de lo que venía sucediendo hasta hace algunos días, cuando irrumpió el terremoto. Haití, se sabe hoy, es el país más pobre de América y cuando se lee en los medios que en las calles devastadas no hay alimentos ni bebida, lo cierto es que, bueno, hace rato que no los hay. Antes del sismo –el 12 de enero pasado- la mayor parte de la población no podía acceder ni a un plato de arroz, de ahí que muchos subsistieran comiendo unos bollos preparados con barro, manteca vegetal y sal (por este tipo de cosas, la esperanza de vida en Haití es de 57 años). Y cuando el mundo entero se horroriza porque George Samuel Antoine, cónsul de Haití en San Pablo, dice que los males de su país se deben a que “con tanto hacer macumba, ya no se sabe lo que es aquello. El africano en sí trae maldición", lo cierto es que, bueno, hace rato que esos pensamientos están en la isla. Sin ir más lejos, Papa Doc practicaba el vudú y lo reivindicaba como “religión oficial”, y puso al frente de sus Tonton Macoutes a un brujo de nombre Zacharie Delva.
¿Por qué Papá Doc se quedó tanto tiempo en el poder? Por un lado, porque la población creía que era una encarnación del temible Baron Samedí, señor de los cementerios, y de luá o dios vudú. Pero por otro –y sobre todo por otro- porque era conocido el apoyo financiero y militar que recibía por parte de Estados Unidos, cuyo establishment quería asegurarse de que no hubiera otro país comunista en América Latina.
Se sabe lo elocuente que puede ser Estados Unidos cuando quiere unificar criterios en todo el continente. A lo largo de las décadas, los Tonton Macoute –que hoy sobreviven como mano de obra desocupada- asesinaron y desaparecieron a más de 150 mil personas: una cifra muy similar a la que se usa para las estimaciones de muertos en el terremoto de Haití, y que invita a pensar qué salva el llamado “Primer Mundo” cuando sí hace solidaridad con los muertos del terremoto. ¿Salva un número? No parece: en ambos casos –suponiendo que tiene sentido hacer cuentas- es casi la misma cantidad. ¿Salva un escenario? Quizás. La carne humana pudriéndose al sol también era un destino en tiempos de Papa Doc, pero la catástrofe natural –el segundo miedo favorito de los americanos- genera imágenes de una contundencia propia del cine de Hollywood.
Pero la mayor diferencia es otra. Es una que no se ve y que nace de la eterna pregunta entre fines y medios. Y entonces sí, por sobre toda la montaña de muertos –estos y los otros- es posible vislumbrar el peor horror, el más irreversible.